domingo, 28 de octubre de 2012

RETÓRICA ESPECULATIVA, Pascal Quignard



En momentos en que el pensamiento moderno y, consecuentemente,  la civilización, son presa de turbulencias que sumen al ser humano en general y a los pensadores en particular en un profundo desconcierto, Pascal Quignard trae a colación en su Retórica especulativa (El cuenco de plata, 2006, trad. Silvio Mattoni), una tradición letrada que reivindica el poder del lenguaje frente a la filosofía que lo excluye como recurso para la resolución de los problemas lógicos que plantea la especulación metafísica.

Pascal Quignard, de quien se ha reseñado aquí El lector y La lección de música, es un escritor que George Steiner llamaría logócrata, es decir un estudioso del lenguaje y «un guardián de las palabras». Es precisamente ese amor al logos el que lleva a Quignard a rescatar y actualizar mediante la reflexión histórica y el análisis esa tradición letrada -la retórica especulativa- que nace al mismo tiempo que la filosofía y como oposición a ella, lo que le ha valido la marginación y la clandestinidad a lo largo de la historia. 
El punto crucial del conflicto entre la retórica especulativa y la filosofía es el lenguaje, el logos, al que los filósofos dejan de lado para adentrarse en la metafísica fundada por los griegos y en la teología elaborada por los cristianos o caer en el nihilismo de ciertos filósofos contemporáneos, lo cual supone apartar el vínculo original del ser humano con la violencia implícita en el vínculo original con la naturaleza. «Sucede que el filósofo puede ser un impostor, pero el aficionado a las letras no puede serlo», escribe el romano Cornelius Fronto a Marcus, el futuro emperador Marco Aurelio, de quien es preceptor. Si bien, el mismo Fronto reconoce ser continuador de las ideas de Musonius a través de Athenodotus, Quignard lo señala a él como el pensador que plantea con mayor belicosidad la confrontación con la corriente filosófica.
Frente a la especulación abstracta de la filosofía, Fronto antepone el lenguaje como fuente de poder. «El poder es lenguaje -escribe a Marco Aurelio-. Tu lenguaje es poder. Como emperador de la Tierra es preciso que seas emperador del lenguaje, que es el amo de la Tierra. Es el lenguaje en ti y no el poder quien expide sin descanso cartas a toda la superficie de la tierra, quien reprime la sedición, quien atemoriza su audacia». Para ser «emperador del lenguaje» se hace necesario indagar las imágenes que constituyen el soporte esencial de las palabras, conocer el color, el ritmo, la belleza y el horror que encierran.
De acuerdo con la tradición de la retórica especulativa, Pascal Quignard dice en este libro que la idea del lenguaje como instrumento que excava tanto el stilus como la pinna, es decir tanto la espada como la flecha, es anterior a la metafísica. La littera, partícula original del lenguaje, es «el órgano propio de la entidad hombre, en el interior de la entidad mundo» y la razón por la que el hombre está ligado indefectiblemente al lenguaje y constituye su vehículo de socialización y realización. La filosofía, al ignorar el logos, «de la misma manera que el aire es ignorado por las alas de los pájaros», lleva la especulación a un territorio sin imágenes. En cambio, el logos es metáfora porque la voz es un sonido que transporta - metapherein- un signo, el significante en el significado, que conlleva una palabra que designa, que enuncia como el oráculo anuncia un acontecer, y de este modo puede «el ser salir de sí mismo». Esta acción, explica Quignard, reproduce un conflicto con la naturaleza del que resulta la violencia del lenguaje, porque, según la intuición de Heráclito, «a la naturaleza le gusta esconderse» y, en la confrontación de las visiones con el verbo, el alma sólo puede intuir lo invisible. De aquí se deduce que el lenguaje es exploración -«investigación» dice Quignard- que requiere la elección de las palabras [«El escritor es aquel que escoge su lenguaje y no es dominado por él»] para alcanzar la fuente, la información original que está en el fondo del alma, del impulso vital, penetrar «no sólo en el poder, sino en la potencia del decir».
Es a través de este poder, dice Fronton a través de Quignard, que se es «capaz de enfrentar audazmente los peligros de los pensamientos más difíciles de aceptar, las afasias que provocan las experiencias más dolorosas». El horror. De hecho, el lenguaje es un grito de horror ante la imposibilidad del alma de emanciparse de la naturaleza (physis). Una imposibilidad por la que el ser humano abandona la recolección y se convierte en cazador de animales y de sí mismo e inventa la guerra haciendo de la historia su mímesis y del lenguaje «un suplemento del horror». Pero esta historia puede ser tomada desprevenida y «puesta en cortocircuito» a través de un lenguaje desnudo -«sublime»- que al tensar la obra literaria y vincularse a la violencia de la naturaleza  rescata sus imágenes arcaicas, sus raíces originarias. La esencia de esta obra es una escritura que carece de presente, porque su escritor es un hijo del valor, «es un valiente, un audaz, un peligro, que no «escribe al presente de su habla» sino que «rivaliza con los escritores muertos, con los eminentes, con el porvenir de la palabra tanto en la suerte que arroja como en el desafío que les lanza a los escritores que van a nacer».

viernes, 19 de octubre de 2012

UNA LUZ QUE VIENE DE FUERA, Joan de la Vega


  
Joan de la Vega





Una luz que viene de fuera (Paralelo Sur Ediciones, 2012), de Joan de la Vega, es el poema de un poeta que siente dentro de sí la proximidad de la cima y presiente la infinitud de un mundo que la montaña oculta y que es trasunto espiritual del ser humano. 

Desde que en 2002 se diera a conocer con Intihuatana («sin lugar a luz») Joan de la Vega ha ido marcando en sus distintos poemarios un afanoso proceso por encontrar su voz y el motivo por el cual su voz debe ser oída. Poco a poco ha ido avanzando -ascendiendo- en su esfuerzo explorativo hasta encontrar ese sendero que lo conducirá a la cima desde la cual intuye la visión del abismo que constituye el mundo. Ya esa aproximación era perceptible en la última parte de su Montaña efímera, donde la luz de la tarde descubre «huesos y neveros insepultos» en un lugar «sin nombre». Este el punto de enlace, el cruce de caminos, donde Joan de la Vega elige el sendero que lo llevará, ya vaciada su mochila, libre de ropajes, y con el solo aliento de una palabra sustantiva a la vivencia singular de la experiencia de la luz. De esa luz que cree que viene de fuera.
Joan de la Vega, quien sabe que la realidad evidente es apenas la borra de una realidad mayor, se despoja de toda retórica y, siguiendo el delgado hilo de la tradición mística española en cuyos extremos figuran Juan de la Cruz y Teresa de Ávila y José Ángel Valente y Antonio Gamoneda, establece para la lengua, para el lenguaje poético, una alianza conceptual con la poesía oriental -Lao Tsé, Li Po, Matsuo Batshò- como un recurso que le permita sustanciar el verso y concebir dentro del imaginario poético moderno el paisaje  mutante, evanescente, «humilde», del alma humana. 
Esa alma expuesta al fulgor de una luz exterior que cambia según las horas del día para sumergir al hombre hasta hundir las cosas / el mundo / a raíces y a merced del ojo oracular que confunde nuestra existencia. Ese ojo perturbador que se identifica con el pájaro de luz, esa «luz que habla», metáfora cara a la tradición cristiana, que fulmina la tarde, aniquila el tiempo, la materia y las criaturas que habitan el mundo. De modo que la noche es una engañosa retirada de esa fuerza terrible , la luz, que hace posible la experiencia de la soledad, la nostalgia de la vida que transcurre en la extranjeridad existencial -toda partitura de aire / rezuma destierro-, donde se concibe la idea de Dios como un amasijo de memorias disecadas. 
En su ardua exploración, Joan de la Vega constata que la realidad -si no fuera / por la humildad  / del paisaje / no habría lugar / donde enterrarnos- es ilusión de un yo que se pierde y que ese viento que le golpea la cara como un frío sintagma, que le hace sentir la esperanza de la vida, sólo es lenguaje. Es así como también lo percibía Octavio Paz cuando en El mono gramático escribe «la realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad, realidad que no habla ni dice no es realidad...».

viernes, 12 de octubre de 2012

MI PLANTA DE NARANJA LIMA, José Mauro de Vasconcelos














José Mauro de Vasconcelos (1920-1984) ya era uno de los escritores más populares de Brasil cuando en 1968 logró fama internacional al publicar Mi planta de naranja lima (Libros del Asteroide/Círculo de Lectores, 2011, trad. Carlos Manzano). En esta novela, la primera de una tetratología autobiográfica,  recrea su niñez caracterizada por la profunda necesidad de ternura en un entorno de pobreza.

Hay libros cuyo sentido y verdad quedan grabados en la memoria desde el primer momento. Así ocurrió con Mi planta de naranja lima, el recuerdo de cuya lectura de 1968, en Argentina, quedó como una latencia emocional resistiendo el paso del tiempo, la desaparición de la biblioteca particular a causa del terror de Estado y el destierro del lector, e incluso el olvido de su argumento. Cuarenta y tres años, a los que no es ajena la desidia editorial, han debido pasar para tener una nueva edición de una novela cuya relectura a instancias del recuerdo sigue activando con la misma fuerza y frescura los resortes emocionales de este lector.
Mi planta de naranja lima es una pequeña obra maestra a través de la cual José Mauro de Vasconcelos recrea antes que su niñez en Bangú, favela de Río de Janeiro, la de un niño -Zezé- cuya extraordinaria sensibilidad, inteligencia e imaginación constituyen las armas y recursos con los que hace frente a la violencia natural que engendra la pobreza. 
Con notable habilidad narrativa y agilidad en los diálogos, De Vasconcelos expone con crudeza la brutalidad del comportamiento adulto trastornado por la situación de miseria de sus protagonistas y cómo este niño, tan travieso como inocente, lo sufre refugiándose en su imaginación -su planta de naranja lima a la que llama Minguinho o Xuxuruca- y sacándole el máximo partido al amor que, de todos modos, recibe y devuelve con creces. Salvo su pequeño hermano Luis, a quien equipara con un rei, su hermana mayor, Gloria o Godoia, que siempre lo protege, y la maestra, todos los demás personajes, incluso sus padres, sus hermanos y hasta  el Portuga, quien le pega cuando lo descubre haciendo el murciélago en su coche, no escapan en algún momento a la ira o a la frustración a las que los condena el entorno y la mala educación, y que alcanza su paroxismo en la brutal paliza que le da su padre, que no entiende lo que el niño le está cantando, y el accidente ferroviario que acaba con la vida de su mejor amigo. 
La virtud de esta novela radica en que De Vasconcelos recrea con naturalidad una realidad marcada por la pobreza y la lucha por la supervivencia cotidianas con los ojos inocentes de un niño. Es precisamente esta inocencia la que deja en carne viva los sentimientos del lector dominado y seducido por la entereza, la inteligencia y la bondad del protagonista; es precisamente esta inocencia la que confiere al relato ese aliento poético que lo salva del sentimentalismo melodramático que suele traducirse como resignación, cuando no justificación, de las injusticias sociales de un sistema inhumano.

sábado, 6 de octubre de 2012

POESÍA COMPLETA, William Blake

William Blake [autorretrato]


















La [re]lectura de la Poesía completa (Ediciones Orbis, 1986, trad. Pablo Mañé Garzón), de William Blake constituye la renovada y gozosa experiencia que provocan en el espíritu las obras clásicas. En el caso de Blake esta experiencia constata que las producciones artísticas alcanzan esta condición cuando siempre responden a las preguntas del lector cualquiera sea la época a la que éste pertenece.

Jorge Luis Borges, en el breve prólogo a esta edición de su «Biblioteca personal», dice de William Blake que «en una era romántica desdeñó la Naturaleza, que apodó el Universo Vegetal. No salió nunca de Inglaterra, pero recorrió, como Sewdenborg, las regiones de los muertos y de los ángeles. Recorrió las llanuras de ardiente arena, los montes de fuego macizo, los árboles del mal y el país de tejidos laberintos.» Al parecer, para Borges, tan dado a la economía y a la precisión, bastan estas pocas líneas para resumir la poética de un artista [también era pintor y grabador y concebía la obra de arte como una unidad sin fronteras de especialidad ni de género] que, así como él desdeñó las ideas y las corrientes de su tiempo, también sufrió el desdén de sus contemporáneos y no le fue reconocido el lugar que le pertenecía entre los más grandes poetas universales. 
William Blake es un clásico aún casi secreto, pero quien lo haya leído alguna vez siente la latencia de su voz y la escucha en los senderos más insospechados, porque su mensaje trae consigo los ecos de una verdad esencial para el ser humano. Valga como ejemplo la razón de la relectura que motiva esta reseña. La reciente lectura de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, dio lugar a la evocación de esa turbadora película de Jim Jamrusch, Dead man, cuyo protagonista es precisamente un trasunto de William Blake, cuyas peripecias en el salvaje territorio estadounidense de principios del siglo XIX lo conducen al corazón de la barbarie donde acaba escribiendo sus «poemas de sangre».
Este descenso a los infiernos, que Blake hace explícito en Las bodas del cielo y el infierno, es la descarnada visión de esa portentosa y maniquea lucha entre el Bien y el Mal en un territorio en el que uno y otro contaminan el espíritu humano y lo utilizan como arma arrojadiza para su pugna. Lo que distingue a William Blake de sus antecesores -Dante, Milton- en la descripción de esta batalla es que su visión prescinde de las leyes morales que emanan de la religión o de la política y se enfrenta con crudeza amoral a la realidad de esas dos fuerzas. No importa que muchos dijeran en su época, y otros lo siguieran diciendo mucho después, que la suya era la voz de Satán porque su misión era oficiar de abogado del Diablo para cuestionar una realidad que percibía maligna. Esa realidad que, en el siglo XVIII, empezaba a ser dominada por la razón, el cientificismo y la materialidad [Si las puertas de la percepción se limpiaran, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues el hombre está confinado en sí mismo hasta ver las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna].
Blake reivindica la visión como forma de imaginación, pues ésta, al conectar al hombre con la eternidad, constituye un acto de libertad. William Blake interpreta que la razón instrumentalizada por el pensamiento racionalista, cientificista y deista que condena al hombre a su deshumanización es fruto del uso malversado de la palabra original traicionada primero por los sacerdotes y después por los filósofos y, por tanto, es misión del poeta restaurar esa palabra original para que el espíritu humano se imponga sobre el materialismo. ¿No me crees? No procuraré convencerte. / ¿Duermes? No intentaré despertarte. / Sigue durmiendo, sigue durmiendo. Mientras duren tus / gratos sueños / la razón podrás beber en las claras corrientes de la vida. / La razón y Newton son cosas distintas. / Por eso cantan la golondrina y el gorrión.