Crónicas del Olvido
«Leer sin meditar es una ocupación inútil». Confucio
Crónicas del Olvido
"Sangre acompasada" (Argos / Babel, Córdoba, y Reflet de Lettres, París, 2023) consagra a Silvia N. Barei no sólo como una ensayista inteligente y lúcida a la hora de abordar la crítica literaria[i] y la cultura y los hechos culturales[ii], sino también como una de las mayores poetas argentinas contemporáneas, desde la publicación de su primer libro de poemas en 1992, “Que no quiebre el conjuro la palabra”.
En “2001”, poema de “Animal ciego”[iii],
Barei informa de una clave de su poética cuando escribe “No se trata de lo que
uno cree estar viendo […] no se trata de lo que uno cree no estar entendiendo
[…] Se trata de reconocerse en la propia sombra / entre las sillas y la mesa
vacía / mientras unos llaman y otros se despiden / en estos tiempos que queman
/ tiempos / en que algún comienzo estará por suceder”. De este modo, la poeta
expresa la necesidad de saber quiénes somos atravesando la realidad evidente y
descubriendo esa otra realidad “que las sombras ocultan”, en palabras de Emanuel
Lévinas.
En “Sangre acompasada”, Silvia N. Barei penetra las sombras con el impulso rítmico y armónico que le da el corazón tomando para sí el verso del chileno Oliver Welden – “El corazón es un músculo de sangre acompasada”, que figura a modo de epígrafe en el inicio de la primera parte del libro. Esta cita es asimismo el punto de partida con el que Barei recorrerá y enlazará los sentimientos de desarraigo y desolación que provocan los desterramientos haciéndolos suyos a través del recuerdo débil e inestable, acaso conjetura visual, que le provoca una vieja fotografía de su abuelo, a quien nombra “el padre de mi padre”, como para testimoniar en el aire la secuencia de las generaciones en el tiempo.
Es así como la poeta empieza a dibujar el mapa de la extrañeza, a topografiar un territorio abandonado, (¿una patria?), sujeto a la añoranza. Una añoranza acompasada por la imperiosa necesidad de ganarse el sustento familiar con el sudor de la frente del zapatero o del hortelano, que al final del día habrá recibido sólo cinco pesos: “Suficiente para el pan de hoy / Suficiente para ir con la cabeza en alto” mientras “el amor se desviste / como una superficie rizada por el viento / como un cerco de arena”.
Y en este
hacer, en este luchar por la supervivencia, empieza la vida, nos dice Barei, como
un milagro existencial suspendido entre dos orillas, “bajo la engañosa
transparencia de la luz / de este sueño”. Un sueño del que apenas resta una
memoria borrosa habitada por paisajes y patrias a las que nunca se volverá,
porque no hay caminos de vuelta al lugar de donde se ha partido (“no hay camino
que nos traiga de vuelta”), salvo la equívoca creencia de no haberse ido. Salvo
un baúl de herramientas perdidas, en el que, como una caracola, los herederos
oyen o pueden oír el oleaje de un mar o el rumor de la tierra de un país
desconocido o los pasos de un abuelo, el exiliado de la guerra o del hambre,
sonando “en la extensión quieta de la casa” cada mañana o fragmentos de una
reiterada mañana.
“Sangre acompasada” es un bello y desolador libro de Silvia N. Barei sobre la extranjeridad existencial y la acompasada extrañeza vital del ser humano y de las cosas que no se ven en el mundo y que constituyen la dramática realidad oculta por las sombras, pero que sentimos con cada latido del corazón. Un libro que obra como un mandato del mar, cuyo sonido es como el irresistible canto de las sirenas que atrae al ser hacia el atávico e inefable sueño del origen.
Grabado de portada Nicolás Zulberti - Colectivo Glauce Baldovín, Río Cuarto, 2023. Edic. única de 50 ejemplares, firmados por el autor.
En sus libros siguientes –“Una música anterior”
(2010) y “Lo que pudo ser” (2018)- el poeta ahonda este diálogo valiéndose de
un lenguaje que, a veces, se convierte en «piedra ciega» cuando las cosas
reclaman «su nombre propio» y lo obligan a descreer y situarse «a la altura del
zócalo / para darse una visión del mundo». Una visión del mundo tan rigurosa
que el poema resulta un pentagrama que puede leerse y escucharse con sentido
único. Una música anterior que en esta pequeña joya poética que es “Paltas (Y
otros poemas)” suena con nitidez.
El libro, con ilustración de portada a cargo de
Nicolás Zulberti, cuyos danzantes parecen escapados de “La danza”, de Henri
Matisse, precisa la poética de Di Marco hasta el punto de inducir al lector a
pensar que su cometido es el lenguaje. Pero, en una reciente entrevista[ii],
el mismo poeta da la clave al confesar su admiración por el filósofo Ludwig
Wittgenstein. José Di Marco no habla del lenguaje. Como en sus libros
precedentes, José Di Marco trata del mundo vuelto “una sala de terapia
intensiva”, y revela el perenne diálogo entre la existencia y los existentes
“haciendo nada más que poesía”, que es la expresión más radical del lenguaje.
Un lenguaje que al asumir la fragilidad y las debilidades humanas no puede
evitar en su decir los efectos -la malversación de las palabras, la confusión
de los sentidos, la falsificación de la verdad, la violencia de las bestias,
etc.- de “una lengua en estado de quiebra”, que nos hace vulnerables y fugaces,
“un texto lábil, que cada uno escribe a su manera”.
Y es así como aparecen los paisajes extraños, acaso
los mismos que percibe ese perro de ojo lastimado, que se muestran como vías de
escape y confusión –“un mapa trazado con los pliegues del silencio y la
desdicha”- de un mundo que, al ser mal dicho, se ha vuelto inhabitable
obligando a que cada uno se hable “para adentro con el hueco que somos”.
Sí, nos dice el poeta, en este mundo somos “criadores
de ojos”, una suerte de Prometeos encadenados a la roca de una realidad
exponiendo los hígados –“la noche transitoria”- al poder insaciable que devora los
sueños y las visiones. Es el punto donde todo se desvanece. Hasta la escritura
que sustenta el poema, hasta la lengua del amor, esa lengua que todos hablan y
nadie entiende, tal vez porque sus signos y sus sentidos escapan del mundo, de
la lengua en quiebra. Y, al cabo, hablamos solos en una casa abandonada, en un
mundo deshabitado, donde apenas persisten los recuerdos de un padre, de una
madre, de un hijo, de una pareja que danza desnuda con los ecos de una “música
anterior” al latido de sus corazones. En esto consiste el desamparo del yo, que,
despojado de emocionalidad romántica, traspasa los límites biográficos para
trascender al yo común que nos concierne como especie angustiada por la
extrañeza existencial. Es este yo desnudo quien explora la tierra de nadie del
lenguaje, sus territorios fronterizos donde campean las últimas luces de
sentido que alumbran las metáforas de lo imposible. Esta es la naturaleza del
yo poético que sustenta la poesía de José Di Marco.
Fernando López, acaso el mayor referente de la novela policíaca cordobesa y padre de “Córdoba mata”, el más importante encuentro anual de la literatura de este género en el país, escribe una aproximación biográfica ficcional y acotada en el tiempo, a la controvertida figura, desde el punto de vista ideológico, del poeta Leopoldo Lugones (Raíz de dos, Córdoba, 2014).
Esta biografía ficcional de Lugones quizás podría
tomarse como un supuesto pasaje pintoresco en la vida de quien habría de
introducir la poesía argentina en el modernismo y presidir la Sociedad
Argentina de Escritores, la cual fijó el día de su natalicio como día del
escritor, si no fuese porque, más allá de lo que se cuenta en “Lugones, entre
coles y lechugas”, se descubre el espíritu ardiente y contradictorio del
personaje, su honda egolatría y su ambición que lo llevarán a ser uno de los
mayores poetas argentinos y al mismo tiempo a protagonizar sonados duelos
dialécticos en política y a transitar desde el ateísmo libertario y el
socialismo de sus tiempos juveniles hacia el nacionalismo y el incipiente
fascismo. Lo que Fernando López parece exponer con sutileza e inteligencia en
este libro es que, en el espíritu del entrañable Lugones veinteañero, ya
anidaba el repudiable Lugones adulto que se suicidirá, dicen que por amor, en
1938, y que años antes, en 1924, a
propósito del centenario de la batalla de Ayacucho, proclamará en su discurso que
“ha llegado la hora de la espada”. Una idea que comulgaba con las aviesas
intenciones de los militares que, en 1930, encabezados por el general José
Félix Uriburu derrocaron el gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen e inauguraron
la llamada “década infame”.
Elliot Murphy en el prólogo a este libro (Berenice, Madrid, 2021) afirma que “tan sólo podemos escribir sobre aquello que conocemos o, al menos, acerca de lo que nos gustaría saber y, aun así, nada podría estar más alejado de la verdad que la auténtica ficción […] Todas suntuosas mentiras ataviadas de lujuriosa verdad. Lo que llaman literatura”. Y esta parece ser la premisa desde la que Peter Redwhite -seudónimo del joven escritor español Pablo Sánchez García- emprende su búsqueda y exploración de sí mismo. No está sólo en ese largo viaje en tren. Otros pasajeros lo acompañan, todos anónimos, aunque desde su observatorio particular les atribuye una biografía a partir de las apariencias que le brindan sus vestuarios y sus gestos.
Pensamiento y memoria son las monedas de cambio de ese
recorrido autista en el que el paisaje que se desliza a través de las
ventanillas lo constituyen sus recuerdos y las vidas que atribuye a los otros,
como en una vieja película, y connoto
el adjetivo porque el paisaje pasa como en el cine antiguo, es decir, mediante
la proyección de una película del exterior, mientras los protagonistas viajan
en un tren, en un automóvil o en una diligencia, como la que evoca de John
Ford, con la banda sonora de Leonard
Cohen, Neil Young y, sobre todo, Bruce Springsteen, que le llega a través de
los auriculares. En otras palabras, un complejo artificio narrativo para que el
viaje sea un “deslizamiento” de los recuerdos y los deseos. Una suerte de
pasaje introspectivo que sitúa el presente del protagonista entre dos estaciones
que acaso equivaldría a decir, como quería Kazantzakis, entre dos abismos.
Peter Redwhite narra aquí el viaje de un pasajero
capaz de percibir que la realidad evidente, con su materialidad explícita,
oculta las múltiples dimensiones del universo existencial del que el ser humano
es parte y que nada puede hacer para evitar su mecánica, salvo vivir, Quizás
sea este el precio a pagar mientras el tiempo continúa su fluir. “No sé si los
discos de Bruce Springsteen continuarán viviendo como los relojes de los soldados
muertos […]”, escribe Redwhite y la frase, colgada de la música, nos pone ante la
perennidad de lo humano y sus creaciones en conflicto con el implacable
discurrir del tiempo.
Con una prosa por momentos brillante, Peter Redwhite
parece querer asirse a los mimbres de la literatura que, a finales del siglo
XIX y principios del XX, apuntó hacia la modernidad, pero que acabó casi
ahogada en el fragor de la industria y sus “suntuosas mentiras” sin huellas de
alguna verdad para que nadie se entere del precio que paga por su
unidimensionalidad, según conceptúa Herbert Marcuse.
Desde el mismo título, este libro de Ricardo Pochtar (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2022) parece constatar que al poeta no le quedan caminos trazados que seguir sino atajos ni batallas que librar sino escaramuzas como un soldado perdido en un mundo -entendido éste como una construcción cultural- que se desintegra progresivamente. Estos poemas -o aforismos, como él mismo dice- se revelan a través de la lectura como un continente partido en infinidad de islas, como fragmentos de un pensamiento mayor. [Los poemas son tramos de una escalera de Sísifo / peldaños que se derrumban para volver a empezar].
En este sentido, Pochtar prefigura la realidad como
una imposibilidad de ser expresada poéticamente en su totalidad, de modo que sus
poemas recogen y expresan un territorio cuya única cartografía alcanzable es de
fugacidades, un mapa fragmentario y fragmentado. No obstante, su creación
deviene acto de resistencia y el poeta guardián de la palabra -un “logócrata”
diría George Steinberg- emboscado en ese bosque de símbolos que imaginaba
Baudelaire. Un emboscamiento desde el cual sale a librar sus escaramuzas
dialécticas utilizando el lenguaje como argamasa poética que le permite
intentar fraguar una lengua resistente a la degradación ética que aboca al
mundo a su desgracia y al ser humano a su infelicidad.
Pero esa nueva lengua que surge del empeño del poeta
no es perfecta, arrastra las dudas que dejan la devastación de los campos
semánticos y la malversación de los sentidos [“Sólo cuando se pueda dudar de
todo Dios será realmente / necesario: cualquier resquicio de certeza en este
mundo / amenaza su existencia”].
Como acertadamente afirma Julio Obeso en el prólogo
del libro, la interrogación se convierte en un “nuevo símbolo” de una empresa
destinada, quizás, al fracaso, pero, mientras tanto, opera a modo de
interpelación a la tradición poética, tanto oral como escrita. Preguntas que
son “botellas vacías esperando olas propicias”. De aquí que el poeta considere
el poema como un fragmento, como una idea fugaz, un aforismo iluminador [“¿Y
qué es el aforismo si no una idea fugitiva, una idea salvaje a la deriva?”, o
bien “Por el poema espiamos una realidad deslumbrante / que sin su penumbra no
podríamos soportar”]. Porque esa realidad insoportable para el humano existente
es representación de un territorio que, tal vez, fue edénico y ahora se
manifiesta como un paisaje arrasado por la violencia y la inhumanidad, en cuyas
ruinas es posible, aún, ver las huellas de la vida antes de su expulsión. Pero,
aun así, quizás porque la experiencia de Ricardo Pochtar, poeta argentino de la
diáspora que reside en España desde hace varias décadas, se nutre de la
irremediable pérdida, “Atajos & Escaramuzas” es un libro que cifra sus
versos en la resistencia como esperanza: “En olas pequeñas llegan / letras
rozando la arena / bajo un mar de otro hemisferio / un libro sumergido / habrá
entrado en erupción”.
“En temps inabastable” (En tiempo inalcanzable) (Stonberg Editorial, Barcelona, 2022, Prólogo Vinyet Panyella, Epílogo Lola Irún y Fotografías Pepeta Petita) es el primer libro de poemas escrito en catalán por Jorge Rodríguez Hidalgo (Cornellá de Llobregat,1961).
Este poeta, hijo de andaluces emigrados a Cataluña, aunque tiene como lengua madre el castellano, asume como propia, con amor y enjundia, la de la tierra que lo vio nacer. Esta asunción es tan plena que, aquí, el poeta parece encontrar su voz más genuina, tanto en la sonoridad del otro idioma como en la precisión de su escritura, siguiendo los pasos de una tradición poética que no duda en reconocer en sus nombres más emblemáticos y enfatizar en la mayoría de los epígrafes que preceden a sus poemas. Esta entrañable comunión con la lengua adoptiva (o adoptante) le confiere al poeta un ¿inesperado? y eficaz instrumento para acceder a un registro más profundo a las realidades de sus vivencias y, de este modo, retener instantes y percepciones de un tiempo inalcanzable que se disgrega, como se disgrega indefectiblemente la luz en los cuadros del inglés J.M.W. Turner, y que ejemplifica en el poema inicial. “Treballa el Francolí[i] dins del congost. / Divideix la vall amb la ferida / de la llera i alhora allibera / esplugues com a arquitectura suprema. / Plou al cim de la serralada; / sobre mullar plou al riu. / El temps s’esmicola / en còdols de paciencia. / La pluja serva la memoria de l’origen / y lliura a la carn de la pedra / la cruesa del tal mentre s’allunya[ii]. ”
El libro nació de breves notas que el autor iba
tomando año a año, cuando llevaba a uno de sus hijos a una escuela de verano,
localizada en la tarraconense Sierra de Prades, en la cuenca de Barberá. Con el
tiempo, estas notas se revelaron como fugaces percepciones fijadas en la
escritura de la lengua social del poeta como paisajes interiores, en los que la
naturaleza y la carne conforman un todo en constante disolución y
transformación; un territorio etéreo, donde “no hi ha solitud, sinó inhòspites
incògnites”[iii]
de sonidos y perfumes; un lugar, un espacio sin cielo, en el que, acaso, el ser
humano no importa como tal, porque es parte de esa naturaleza en perenne
mudanza, que, más allá de la roca, “que elude la angustia del vértigo” y deja
que el liquen inscriba el “alfabeto de la soledad”, se abra a ese espacio de la
memoria sin recuerdo, donde “anida la sombra”, “el reverso de la luz”La misma
luz que, en algún momento, empapa la piedra. En esta tesitura, no es capricho
que “En temps inebastable” esté dedicado “als meus morts, natura estimada”[iv]
ni que el primer poema citado lleve el pie “hacia lo inalcanzable”. Todo vive,
según este poema como un latido de la vida, según la tradición panteísta de los
románticos alemanes e incluso en la más reciente tradición poética catalana,
según Rodríguez Hidalgo, se encarga de testificar a lo largo del libro.
Este libro contribuirá (o debería contribuir
finalmente) al reconocimiento de un poeta (Humanódromo,
1997, La sobriedad de la distancia, 2004,
El follador del puerto, 2015) inmerecidamente
situado en el “reverso de la luz” por el prejuicio de la capilla, porque
constata con rigor que su poesía atraviesa la incandescencia que quema las
polillas.
Cabe mencionar que esta edición de “En temps
inabastable” se beneficia de las descarnadas imágenes fotográficas en blanco y
negro, que complementan el texto poético con el paisaje desnudo de la Sierra de
Prades, según la cámara de Petita Pepeta, seudónimo de la fotógrafa Pepi
Orihuela.
[i] Río de Tarragona, que desemboca en
el Mediterráneo.
Para
Gilles Deleuze toda creación artística es inevitablemente fragmentaria dada la
imposibilidad humana de concebir el todo; de abarcar la totalidad de la
realidad. El poema Los náufragos parece
no escapar a esta idea. Es frecuente que la mayoría de los poetas reúna en un
libro tales fragmentos como piezas más o menos autónomas con sus
correspondientes títulos. Leonor Mauvecín salva poéticamente este tipo de
formulación e hilvana los distintos
fragmentos que componen el libro, a su vez parcelado en tres partes
significativamente rotuladas “El borde del abismo”, “Los trabajos y los días” y
“La caverna”.
Siempre
con un verso preciso de imágenes diáfanas, que abren un amplio horizonte
semántico sin perder el hilo -el hilván- narrativo, Mauvecín avizora el
naufragio y sitúa a los náufragos que somos en el ojo de la angustia
existencial. Ya en el fragmento VI de un libro anterior -Postales de otoño- nos había reunido en la misma embarcación (Y éramos todos Stephen Dedalus, poetas rebeldes
/ y éramos todos Ulises en busca de Ítaca, / y éramos todos en la misma barca).
Una misma barca de cambiantes formas destinada al naufragio en el abismo
líquido junto a cuyo borde se asoman los
ojos desorbitados / desde el fondo del agua de los ahogados, mientras los
sobrevivientes -los náufragos- se alimentan de las frutas sobrantes y podridas
del jardín ¿acaso el mismo jardín salvaje
donde la sequía carece de rostro?
Pero
la pregunta que la poeta se hace al borde del abismo es otra y su sola fonación
mientras el mundo se desintegra lastima la garganta, araña la piel del
inexorable exilio en el mundo: ¿Y Dios?
Dios es una respuesta desoladora, como impotente parece ser su mirada y su silencio
absoluto frente al dolor de los náufragos, esa realidad que es sólo un eco,
como intuirá Platón, y los náufragos, un grupo de confusas sombras que “ocultan
la realidad”, según escribió Emanuel Lévinas en La realidad y su sombra. Una realidad otra, una realidad oculta que
el lenguaje vulgar no puede alcanzar, pero sí descubrir el lenguaje poético en
sus más altos registros, como es el de Leonor Mauvecín. En este sentido, el
lenguaje poético atraviesa lo ordinario y capta lo esencial de esa realidad para
contar cómo las sombras invaden las
ciudades desgarradas / expuestas, en jirones de amor y soledad. / Ciudades
sujetas al diente del león hambriento / al murciélago con patas de araña / a
las ratas que deambulan por laberintos siniestros […].
Y
es en este punto, que la poeta entra de lleno junto a los náufragos, a los
exiliados del mundo, y los sigue por los sombríos
callejones. Su hilván es el hilo que Ariadna entregó a Teseo para que se
adentrara en el laberinto, matara la bestia y saliera a la luminosidad del día.
Pero Mauvecín sabe que los náufragos no olvidan, como olvidó el héroe que dio
muerte al Minotauro a quien le ayudó a escapar. Los náufragos recuerdan la
semilla y a ellos les llega, en ese momento crucial de su existencia, el
cántico de los labradores que florecía al
compás de la lluvia; tampoco olvidan que sus raíces estarán por siempre
expuestas a la corrosión de la sal, a la
dicha y desdicha del tiempo, que gobierna sus trabajos y sus días y, sin
tregua, los arrastra como la corriente que imaginó Héráclito el Oscuro con
forma de río, que es el mismo y es otro, como distinto es el rostro de cada uno
“que se mira en los gastados espejos de la noche”, según reza el epígrafe del
libro firmado por Borges. Y al final, en el colmo del naufragio, la poeta se
dice Y entre tener y no tener, el desvelo.
/ Para qué -me digo- / si cuando la piedra caiga en el río Aqueronte / el
oleaje de las sombras / me entregará al olvido.
Con “Ella también es todas ellas”, (Edición Letras y Bibliotecas Córdoba, Córdoba, 2021) Premio Literario Provincia de Córdoba 2020, Género Poesía, Ricardo Di Mario continúa su recorrido por los senderos interiores del alma de seres apegados a la tierra y a un paisaje encarnado en sus gestos, aún en aquéllos más imperceptibles. Pero aquí, su poética se abre a las fantasías de la intimidad, atraviesa los espejos hasta encontrar los reflejos comunes que nos identifican con el otro, con los otros.
Ya en el primer poema Di Mario deja sentada su
intencionalidad cuando cuenta que “ella era una mujer de carbón / en su memoria
prístina ronda un olor a madera quemada / a humedad de la tierra…”. Esta
entrañable identificación define el carácter de un ser singular y bello dador
de vida y, por consiguiente, partícipe de todas las otras vidas que laten en el
mundo. Un ser cuya entereza, cuya fortaleza, le permite enfrentar y superar
cuantas adversidades le sobrevienen, sean desiertos de arena, dolorosas
soledades con “punta de espinillo” o un barro que ensucia los recuerdos. Nada
es impedimento porque el amor está allí, en el interior de una ría donde habita
el “animal transparente” con el cual se consuma.
Y es de este modo, como Ricardo Di Mario edifica su
escritura, sobre el dolor y el amor. Es así como su poesía se abre a la
esperanza para escapar de ese tiempo de “elefantes muertos en la vereda” y
atravesar “el espejo como un pan fresco del horno”. Desde este umbral, desde
esta frontera especular, el poeta escribe y sus versos se disponen siguiendo la
misteriosa mecánica del universo, como “piedras en el río que las ordena a su
antojo [conformando] un fondo que nunca vemos”. Un fondo que, si bien no vemos,
está en el sentido de la escritura y de la memoria, de los recuerdos que
indefectiblemente se irán disipando, porque “el olvido es una tierra arrasada
que se devora todo hasta lo necesario”, aunque en su momento las vivencias hayan
sido esa conmoción constante, ese desafuero que nos abocaba a enterrar libros,
folletos y carteles que anunciaban una ilusoria libertad. Y Di Mario aquí,
parece detenerse, tomar aliento y, mientras lo hace, metaforiza el umbral, para
alejarse y ofrecernos la visión de la frontera: “A un lado de la ventana una
estatua perfecta de pájaro”, ¿acaso la muerte?, y del otro “alguien escribe”.
Afuera, el vuelo del pájaro detenido ¿imagen del espíritu contemporáneo? y
adentro alguien que escribe procurando recuperar “el aleteo ausente”, la voz
desnuda escondida en el tiempo. Aquí, en el poema VIII, la alusión a Edgar
Degas no es caprichosa. En sus cuadros, el pintor francés se sitúa y nos sitúa
frente al ojo de la cerradura, frente a una rendija abierta por la imaginación,
para que observemos la intimidad de los personajes, como el poeta lo hace de
nuestra propia historia desde los tiempos más remotos, razón del poema
siguiente: “Una muy antigua untó con
aceite de animal marino todo su / cuerpo y cruzó el canal casi desnuda / otra
hija de la tierra soltó el cabello y caminó delante del / cortejo hasta el
camposanto / negra ya no esclava encendió un puro lo mordió y humeó la / tienda
del difunto…”.
La mujer, la tierra, la dadora de vida no cesa en su
trajín y ella, que no es diosa ni la libertad guiando al pueblo, sino “continente
/ unas veces de agua y otras de tierra / enorme territorio que se abre a la
luz”, para ser en el mundo, para “vivir al día sin mandatos de la memoria y del
olvido” hasta que arda en los “fuegos de la tarde”, hasta el final del día,
hasta el final de los días, hasta llegar al territorio de los “silencios que
conmueven más que las palabras”.
Lectura de la poeta Sonia Rabinovich de la versión argentina de O las estaciones (Ediciones del Callejón, Los Hornillos, Cba., 2022).