Se termina en el
origen porque en él, en el origen, estaba el agua, los ríos, las
corrientes superficiales y subterráneas. Los ríos siempre navegan,
siempre llevan a alguien que habla, dice y se desdice, que pronuncia
de acuerdo con el movimiento de la corriente. Hay ríos lentos y
otros procelosos. Hay ríos filosóficos y ríos cotidianos. Hay los
que cargan sonidos y hasta se convierten en mar. Otros que mueren
empozados en la memoria de quienes los descubren.
La poesía
siempre ha sido un río. Una corriente. Un pensamiento que se mueve.
Fluye. A veces no termina en el río que buscaba. Otras, se hace río
y viaja con él y es muchas veces el mismo río y el mismo hombre, un
poco para contradecir al viejo Heráclito.
Pero hay ríos
que se mimetizan. Son bosques, animales de habla. Hojas que crean el
universo. El pequeño universo de una mirada. Árboles sensibles,
porque abajo, en las raíces, el río siempre conserva su misma
actitud: viaja entre las rocas, guarda con su silencio la vida de
arriba. Siempre emerge, así no lo busquen. Sus venas y arterias
purifican o destrozan.
Los ríos son
verbos incansables.
Y en esto me
involucra el poeta argentino Antonio Tello con su libro “O las
estaciones”, publicado por InVerso, ediciones de poesía,
Barcelona, España, 2012, quien en estas páginas porfía con los
ríos y sus habituales tendencias: la naturaleza como reflexión,
como interior constante para hacerla voz y silencio, geografía
interior, afán de mirada y pensamiento.
Si lo leo es
porque los “habitantes” de este libro me han invitado. Tello sabe
que ellos, sus moradores, saben distinguirse entre los tantos sujetos
que lo han convocado, tanto a él como a los lectores a seguir el
curso de algún río, de los que dan a la mar y de los que se quedan
en el pozo de la mirada del viajero.
Él, el poeta,
entra en los secretos del río, en sus instantes, en su permanencia,
en la eternidad de su marca, porque aún seco, el río está allí.
Pero en este caso, el río lleva corriente, se mueve, se desplaza,
como la vida y la muerte, como la eternidad.
Pero igual trata
otros cursos, otros tránsitos, otros temas.
2.-
Aquí está el
poema que inicia el río, que lo hace vértebras de un cuerpo
poético, de una iniciación, de un propósito ineludible: agua,
árboles, fluir. No se puede vadear un río, mucho menos un poema. En
todo caso, se cruza o se observa para admirarlo. O pensarlo:
“No es el
murmullo del agua/ lo que oímos a orillas del río. // No es el
susurro del aire, / ni el rumor de los sauces.// No son las voces del
bosque, / lo que oímos a la orilla del río. // No es el canto del
grillo, / ni el paso de las estaciones.// Es desespero de ramas
verdes/ adioses en pos de la corriente.// El río es silencio que
fluye. Lo/ que oímos no es el rumor del agua”.
Y así como las
aguas “corren serenas”, hay otras que desvanecen paisajes. Los
ocultan, los barren. Pero para eso está quien los habla, quien los
nombra. Un sujeto que elabora sonidos, los masculla con el propósito
de fundar el mundo desde quien verdaderamente ha vivido esa creación:
“El poeta
observa donde escribió
el nombre. Nada
había antes ahí. El
árbol es
testigo. Su memoria
es anterior a la
semilla”.
Una poética que
resume cualquier intento de desdecir la imagen: la semilla es la
metáfora de lo que se mueve, de lo que se moverá.
Un árbol, hijo
dela semilla, será el único personaje de una historia que conserva
el mismo carácter: un árbol tiene su sitio, lo conserva, lo anima,
lo nombra cada que se mueve, cada vez que florea o carga sus frutos.
Y cada vez que deja caer las semillas, se hace muchos árboles.
Y,
“Aunque el
árbol envejezca, no/ se altera la eternidad del bosque. / Las hojas
que retoñan, verdean y/ caen, viven. Humus y ceniza/ abonan la
memoria bajo la/ nieve. Marcas de la madera. El/ bosque. Solsticio
del presente. Las estaciones”.
Entonces aparece
el gran tema: los cambios, la transmutación. Las vueltas que
inventan el clima y sus tantos complejos naturales. El poema está
sujeto a ellas, a las estaciones. Es también una estación: un
cambio permanente. Un ser vivo. Orgánico. Poema que no cambie con
cada lectura, muere, como las hojas invadidas de musgo, de bacterias.
Un poema es un árbol, podría serlo si quien lo cultiva lo somete a
cambios de lectura. Así se lee el río, los árboles, las hojarasca
y hasta al mismo poeta. Un poeta es leído desde él mismo. Se le ve
a los ojos cerrados y algo emerge de su ceguera. O de su
clarividencia.
3.-
La belleza puede
ser concebida como una aliada para prestigiar búsquedas. Así como
puede ser también peligrosa, si riesgo consiste en hacerla visible.
Un poeta vive en permanente riesgo. Si logra esa belleza se torna
sospechoso. Es decir, hacer belleza es el acto más subversivo del
ser humano, porque hacer lo contrario es lo normal. Lo natural.
Disparara para matar un venado y luego consumirlo no entraña ninguna
belleza. El oficio de sobrevivir es una necesidad. No belleza. De
allí que con Antonio Tello la belleza encarna en lo más natural. Y
lo es tanto que asombra.
Veamos:
“Cuando las
hojas caen de las ramas, / el árbol no olvida que fueron suyas.// El
árbol crece. Pierde sus hojas y crece. Hasta que los círculos de la
memoria alcanzan el límite. Crece. ¿Y el bosque?//
¡Ah, el
bosque!”.
Y queda la
pregunta en medio de una respuesta que no necesita pronunciarse. El
bosque está allí, hecho árboles. Hay bosques imaginarios, sin
árboles. Un bosque es un inventario de habitantes. De suministros
del agua, del aire, de los elementos. Un poema es un bosque: también
tiene habitantes que se aproximan, cuerpo a cuerpo.
Aparece el ser,
el humano ser en medio de las hojas:
“El abrazo es
el escudo de los amantes”
El lector se
pregunta: ¿qué hacen esos amantes en un bosque? Podría parecer
contraproducente. ¿Quién los invitó? ¿Quién los trajo? Pues, la
libertad del poema. El bosque mismo como poema o como tiempo, como un
momento, como la cortedad de la respiración. Y entonces:
“¡Qué breve
es la felicidad del colibrí!”
Así, amantes y
colibrí en medio de un bosque son tan temporales que el mismo bosque
los extrañaría. Es tan corta su felicidad como larga es la vida del
bosque.
Árboles, aves,
escrituras del aire, signos y símbolos, miradas, el vuelo repetido
de algún celaje. Y el río, de nuevo:
“Otra vez lo
veo. Las hojas secas yéndose una/ a una con el río. A la
intemperie, los árboles// Veo las voces abandonadas a orillas del
bosque (…) Hasta que la mirada caiga en el río y con ella/ se
ahoguen la visión del bosque y el gozo de los ríos”.
4.-
Pero el árbol
persiste, perdura. Lleva su tiempo en la corteza. El poeta lleva su
tiempo en el tono. No obstante, hay “arboles” que migran
obligados, hechos madera u olvido. ¿Quién puede dejar ir un árbol
o borrarlo de la memoria si fue tiempo en la mirada, en la infancia o
en la vejez de quien no ha muerto? Un árbol, un sujeto revestido de
ramas. Un extraño. Un extranjero, una presencia extraña:
“El árbol
desterrado es siempre exótico”, dice quien no lo olvida.
Y al cuido de su
sombra, los amantes: no puede evadir el hombre, el ser humano, el
calor de la carne del otro. Los que se tocan también son parte del
bosque y terminan en un río. O envueltos por el clima. Absorbidos
por sus horas. O por las estaciones. Tocados por ellos mismos: “El
tiempo de los amantes en la caricia”.
¿Qué poema no
insiste? ¿Qué arbitrariedad sonora no se hace visible en el
instante en que los cuerpos se rozan.
Por el eso: “El
árbol nace para la brisa (…) y el alborozo de las hojas / conoce
la lengua del viento (…) El viento carece de la paciencia del
árbol”.
El ojo de quien
habla aspira a ser parte del bosque anochecido. El misterio. El
último camino. El cierre: el poema ha cumplido su misión.
“¿Es la lengua
de los muertos/ la que siempre hablan las sombras? (…) Las sombras
no cierran los párpados (…) ¿Es así como acaban las estaciones?”
Las preguntas
podrían ser motivo para otros versos, para otro viaje a ese río
indetenible, a ese bosque que comienza a mostrar los primeros
árboles.