John Cheever (Foto: B. Gotfry) |
John Cheever es, probablemente, el más grande de los maestros del cuento estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. La geometría del amor (Emecé, 2006, trad. Aníbal Leal), título de uno de sus cuentos emblemáticos, reúne gran parte de su producción revelando al lector su visión descarnada e irónica de la sociedad norteamericana.
John Cheever aparece en el devenir de la literatura estadounidense como un sólido eslabón entre Francis Scott Fitzgerald y J.D. Salinger. De aquél prolonga su inteligente y, en cierta forma, cruel vivisección de la clase alta norteamericana, a la vez que perfecciona su estilo incisivo y elegante, y de éste preludia el tono místico y existencial que aureolan las peripecias de Holden Caufield, el célebre protagonista de El guardián en el centeno, y la familia Glass.
Cheever, que solía tardar, con alguna excepción como El nadador, dos o tres días para redactar un cuento, abordaba su estructura como un juego de geometría euclidiana, en el que, no pocas veces, personajes desconocidos entre sí entrecruzan sus vidas y establecen un vínculo que cambia sus destinos. En el curso de ese acontecer vital, el paisaje humano se funde con la naturaleza, omnipresente en la obra cheeveriana, deviniendo metáfora del existir. «Era el final de una de esas tardes lluviosas, cuando la sección de juguetes de Wollworth, en la Quinta Avenida, está colmada de mujeres de quienes uno sospecha que fueron sorprendidas cometiendo adulterio y que ahora van a comprar un regalo para llevar al hijo menor», es el magnífico arranque de La geometría del amor. A su vez en El nadador, cuento existencial deudor de esa pieza magistral, Incidente sobre el puente del búho, de Ambrose Bierce, se lee: «Permaneció [Ned Merryll] en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despojado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el paso y el agua. Como era mediados de verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal».
La mayoría de los cuentos aquí reunidos, prologado con amanerado intelectualismo por Rodrigo Fresán, avanza, casi siempre, desde una simple anécdota hacia un acontecer de hechos que revela la angustia mórbida de los personajes y el ahogo opresivo que impide respirar a la sociedad. En el final de Expulsado -citado en el prólogo- Cheever escribe: «En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se cansan y se reproducen y votan y no saben nada. [...] Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor. Pero no diré más. No estoy en situación de hablar.»
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