No llames a casa (RBA, 2011), de Carlos Zanón, es una novela que al mismo tiempo que retrata con crudeza la miseria moral de gran parte de una sociedad corrompida hasta la médula impone un modo narrativo que reduce el argumento a su mínima expresión asentándose en personajes veraces y, sobre todo, en el reconocimiento implícito del valor genésico del lenguaje.
«La gente que olvida mal suele hacerse daño». Con esta frase redonda y sentenciosa, Carlos Zanón presenta el nudo de una historia que no necesita de argumentos para desarrollarse sino entrar en un complejo torrente de vivencias de personajes que sacan de su venalidad las fuerzas para la supervivencia. Barcelona aparece así como la ciudad que es todas las ciudades, parafraseando a Rilke y a Borges, un paisaje desolador de cemento que mueve a los personajes al desesperado impulso de huir, no importa si dejando atrás la tierra arrasada, a cualquier parte, incluso a un lugar donde sea «más fácil encontrar trabajo a este o al otro lado del Código Penal».
La estructura de No llames a casa, -que los editores integran erróneamente desde el punto de vista literario en el género negro- responde más a la organización de un poema narrativo que a los manidos esquemas de la novela ealista novocentista, que el mercantilismo casi ha conseguido imponer como canon de modernidad. Esta estructura le permite a CZ, que no en vano es poeta y posee una sólida formación literaria, articular con naturalidad e intensidad una partitura coral en la que cada uno de los personajes pueden ser considerados protagonistas. Todos ellos con sus dramas privados, sus sueños y sus miserias que se proyectan sobre los demás y se retroalimentan para extenderse con la dinámica de una metástasis que corrompe el tejido moral de los individuos y de la sociedad. De aquí que la tensión narrativa no discurra sobre las antinomias amor/odio o bondad/maldad, ni siquiera sobre los trazos de una intriga planificada, sino sobre la ansiedad por sobrevivir en una comunidad enferma por la soledad, la incomunicación y la perversa certeza de la mentira. La narración avanza a impulsos de decisiones malversadas que van encontrando acomodo en las vidas de unos seres infelices, al margen de su posición social, y que determinan sus destinos. Unos destinos que se deslizan por las venas urbanas como amebas por los canales de aguas sépticas, incapaces todas de alcanzar el orden de la dicha, porque para ellas sólo hay vida en el pantano.
Seguramente CZ no hubiera llevado esta novela a tan alto registro si fuese un escritor sumiso que hubiera seguido los trillados recursos de la escritura consagrada por los editores subordinados al dictado de la mercadotecnia - los del marketing, según se los conoce- sino un escritor consciente de su condición que aplica para su obra un lenguaje exquisitamente preciso, una articulación limpia de la frase y un sentido poético que trasciende los tópicos mercantiles de quienes creen que toda la literatura es de usar y tirar para saturar las mesas de las librerías con novedades. La fuerza y el talento narrativos de CZ no sólo han conseguido una novela excepcional que lo consagra con una solidez que le permitirá permanecer más allá del sarampión mediático, sino que también han conseguido neutralizar el flagrante menoscabo a la inteligencia del público que constituye el texto de contracubierta pergeñado por los sabios que creen que el lector es tonto y hay que darle «todo masticado» por si no entiende.