Vaso Roto Ediciones publica en México y España La doble sombra. Poesía argentina contemporánea, una selección de los treinta más relevantes poetas argentinos vivos que incluye a creadores del interior del país y han realizado toda o gran parte de su obra en el extranjero. Desde este punto de partida los autores de la compilación -Antonio Tello y José Di Marco- pretenden ofrecer una nueva y más fidedigna percepción de la poesía del país.
PRÓLOGO DE "LA DOBLE SOMBRA"
¿Será esta la raíz de su doble sombra?
(Antonio Tello, O las estaciones)
I.
Esta compilación se presenta como un mapa de la poesía
contemporánea argentina. En tanto que mapa, consiste en una representación,
sinóptica y selectiva, de un territorio amplio, diverso y compuesto conformado
por un complejo de escrituras poéticas producidas, dentro y fuera del
territorio nacional, y casi sin interrupciones, desde comienzos de los años
sesenta del siglo pasado hasta el presente. Los autores que seleccionamos
viven, están activos y poseen una obra consumada en la mayoría de los casos.
Muchos de ellos ya han agrupado sus poemas en “antologías personales” y “obras
reunidas” que documentan una trayectoria extensa y fecunda a la vez que exhiben
los distintos tramos de un recorrido estético con sus continuidades y
variantes, tanto estilísticas como temáticas.
Llevar a cabo una compilación equivale a construir un corpus de
textos que consiste en extraer de una “base empírica” cuantiosa, conformada por
una multitud de libros, una muestra que resulte adecuadamente representativa
sobre la base de un criterio de selección ineludiblemente restrictivo. Todo
corpus, incluso el más flexible y pluralista, está “producido” por la
intervención de quien lo delimita y ordena. Como deriva del ejercicio de una
perspectiva de lectura, si se lo confronta con la profusión del material a
escoger, suele devenir escaso y parcial. De allí que un corpus se constituya, con
independencia de las intenciones que lo gestaron, en un dispositivo de
exclusión. Se vuelve, podría decirse, un “cuerpo del delito” ya que no puede
evitar los reclamos y las discrepancias que le señalen omisiones, evasivas y
descuidos. Gritos o susurros que le endilgan la responsabilidad de haber
cometido un crimen, por lo menos simbólico.
Desde tradiciones culturales y matrices teóricas diferentes y sosteniendo
posiciones ideológicas dispares, historiadores y críticos subrayan el carácter plural, diverso y multiforme del
arte contemporáneo. Coinciden al reconocer que no hay una orientación
estilística única y homogénea sino más bien una coexistencia (no necesariamente
pasiva) de poéticas heterogéneas más bien inconmensurables.
De acuerdo con las ideas del filósofo A. Danto, decimos que la era
de los manifiestos y el predominio de las narrativas maestras han concluido y
que una simultaneidad de formatos, materiales y técnicas de composición
caracteriza la situación actual del arte. Extenuadas las tareas vanguardistas
de transformación absoluta de las estructuras sociales y de las subjetividades,
que el proyecto político-cultural de la modernidad le impuso como un destino
inexcusable, el arte ha entrado –según Danto-
en un período posthistórico.
Librado de las obligaciones utopistas y redentoras que lo constriñeron al
solipsismo de una autonomía obstinada y estéril, goza hoy de una libertad y de
un campo posibilidades del que nunca antes dispuso en la historia de la
humanidad[1].
Las ideas de Danto referidas al arte contemporáneo nos proporcionan
una descripción globalmente oportuna para dar cuenta del corpus de poemas que
propone La doble sombra. Si se las
piensa (y transpone) en términos de un intercambio lingüístico y discursivo, nos
permiten ver que la poesía argentina (la producida en el destierro y la escrita
en el país) constituye una conversación en decurso –simétrica, numerosa y
abierta- de la que participan voces versátiles y divergentes. Lo propio de esta
conversación multifacética, una suerte de asamblea anárquica y bulliciosa, descentrada
y plural, reside en la tolerancia e inclusión que admite y acoge la coexistencia
de posturas artísticas y concepciones de poesía disímiles, e incluso
incompatibles. En su discurrir simultáneo, muestran que la poesía argentina
contemporánea es una suerte de lengua franca, coral y heteróclita, y no un
discurso monocorde cuya razón de ser descansaría en una identidad fija y
eximida de las contingencias inherentes a las metamorfosis de la historia, a
las contradicciones del contexto social, a los discordantes anclajes
territoriales y a las diferencias estéticas que atraviesan y tensionan el campo
poético.
Se trata, por el contrario, de una identidad híbrida y dinámica que
los mismos textos poéticos producen, ya que no son un reflejo pasivo de
condicionamientos y determinaciones externos sino potencias discursivas y
artísticas que instauran y prolongan, mediante ensambles formales y
constelaciones de sentido renovados, una profusión de mundos que promueven
perspectivas y criterios que resignifican las cosas y modulan las relaciones
que establecemos con ellas.
Un desafío que deriva del polimorfismo y la dicción plurívoca de la
poesía argentina contemporánea se vincula con el valor y la norma. A falta de
una normatividad rígida (derivada de la coexistencia de normas estéticas
dispares), la valoración se vuelve vacilante. La lectura que se requiere y
suscita no tiende a un juicio categórico sino, más bien, al aplazamiento
indefinido de conclusiones taxativas, a la suspensión de un dictamen
concluyente: como si la crítica consistiera en una etnografía de lo disímil e
impar. En consonancia con lo mencionado, La
doble sombra pretende ser un catálogo provisorio de poéticas, desplazadas e
ignotas, y a la vez un reconocimiento de lo que abunda, vario y desigual.
Así, procura brindar a los lectores una muestra de la multiplicidad de
voces y cosmovisiones de la poesía argentina contemporánea que otras series de
corpus han omitido, y no necesariamente adrede. Sin embargo, más que enmendar
equívocos, falencias y descuidos previos se trata, más bien, de ensayar una
cartografía alterna y esbozar una hoja de ruta provisoria y perfectible,
tomando distancia de los dos criterios que predominan en el proceder de la
crítica nacional; un par de pautas en apariencia antagónicas pero
paradojalmente complementarias.
Hablamos, por un lado, del precepto que sutura y reduce la serie
literaria a la política y lee el devenir de la poesía en tanto que un reflejo
ideológico, determinado por una “base” material que lo prefigura y dirige; la
poesía como síntoma de una situación sociocultural que la explica y justifica
en última instancia. Si este mandato teleológico despierta nuestra suspicacia,
semejante recelo nos causa la tentativa (la tentación) de estimar el despliegue
de la producción poética como la manifestación de insularidades creativas; la
poesía como la ocurrencia inesperada y soberana, casi mágica, de
individualidades ajenas a las
coordenadas de la época.
Compilar, construir un corpus, hacer una colección implica el
bosquejo de horizontes interpretativos y el trazado de líneas de comprensión
que, sin desconocer la irreductible singularidad de cada una de ellas, permitan
el acercamiento y la conexión entre escrituras que participan, aunque
espacialmente distanciadas, de una misma sincronía. Y comporta, asimismo, el
reto de sopesar los vínculos entre estética y política al margen de mecanicismos
y recorridos unidireccionales.
En 1986, Ricardo Ibarlucía escribió: “A principios de los años
setenta, en el vacío producido por el agotamiento del modelo precedente, empezó
a configurarse una generación de nuevos creadores que fueron asumiendo una
postura crítica frente al discurso poético. A partir de un tímido
cuestionamiento del sesentismo, estos poetas parecían estar preocupados por
restituir a la palabra su autonomía estética separada de la cognición rutinaria
y la acción cotidiana. El estallido del golpe militar de 1976, que partió en
dos la década, puso de manifiesto la acentuación de esta tendencia crítica, al
mismo tiempo que provocó la diversificación del espectro poético en un amplio
abanico de propuestas, directa o indirectamente vinculadas a la experiencia del
exilio o la permanencia en el país.[2]”
Intentamos con La doble
sombra ofrecer un testimonio, acotado por cierto, de la diversificación de
propuestas poéticas que, surgidas en la Argentina de los años setenta, no sólo
sobrevivieron al exterminio dictatorial y al desarraigo de sus autores sino
que, además y sobre todo, se consolidaron y enriquecieron a lo largo de más de
cuatro décadas, ya sea en los lindes del territorio nacional como en el difuso
paraje de la diáspora.
La poesía exílica no se limita al ejercicio de la memoria con el
propósito de documentar las atrocidades del genocidio o preservar del olvido el
humanismo ínsito en el ideario de la revolución. Los autores que escriben del
lado de allá de la patria, no se circunscriben a la denuncia o la queja;
exploran posibilidades formales que aproximan sus poesías, por ejemplo, a la
tradición orientalista y a un misticismo cristiano o jasídico, un itinerario
que abrevia las formas y colma las texturas de llamativos silencios.
De los que escriben de este lado de la sombra están los que
permanecieron en provincia y los arraigadamente rioplatenses. Y si el
provincialismo de parte de unos rehúye los rótulos perezosos de “costumbrista”
y “rural”, el presunto centralismo de los otros escapa también de las etiquetas
que lo signan como “urbano” y “cosmopolita”. Nacidas del impacto, la
apropiación y el uso renovador de la ruptura y el experimentalismo
vanguardista, sus propuestas poéticas podrían describirse adecuadamente con el
término “posclásico” acuñado por Javier Adúriz[3].
La voluntad y la energía de lo clásico que las sostiene las salva tanto de la
pesadez de lo antiguo como de la ligereza de las modas. Gracias a ellas, no son
manifestaciones epigonales de las directrices que prevalecieron confrontando en
los años ochenta del siglo pasado: el objetivismo y el neobarroco. Un aliento
de exploración constante las protege de los legados dogmáticos y les otorga
validez y vigencia.
En este amplísimo arco de variantes estéticas la poesía argentina
contemporánea despliega su identidad móvil y fractal. Con respecto a lo
contemporáneo, G. Agamben ha señalado, basándose en Nietzsche, su carácter
intempestivo y la desconexión respecto del presente. Dice: “La contemporaneidad
es, entonces, una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a
la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que
adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden
demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con
ella, no son contemporáneos porque, justamente, por ello, no logran verla, no
pueden tener fija la mirada sobre ella”[4].
De esas miradas que se aproximan y distancian de la época, que
observan al sesgo la actualidad y la registran con lucidez, se ocupa La doble sombra.
II
Desde sus tiempos
fundacionales, la literatura argentina fue prefigurada por la hegemonía
metropolitana heredada de las estructuras de dominio territorial de la Colonia.
Así, si bien el país se organizó sobre la base de un sistema federal, después
de cruentas guerras fratricidas, Buenos Aires no sólo logró mantener la
capitalidad del país, sino también ejercer el control económico y político
sobre el resto de las provincias, lo cual está en el origen del federalismo
opaco que ha suscitado en las provincias el nacimiento y desarrollo de un
cierto sentimiento de postergación, cuando no de resentimiento, que, en el
imaginario nacional, obra de frontera interior separando el país en dos
territorios. Visible el capitalino –la cabeza de Goliat, en palabras de
Ezequiel Martínez Estrada- e invisible el
interior, dicho en el léxico hegemónico de la capital asumido por las
provincias, que se extiende a partir de la avenida General Paz. Esta
demarcación nada inocente se vincula con la vieja concepción ideológica que
identifica la urbe con la civilización y el campo –la provincia- con la
barbarie.
No ha de extrañar
por tanto que, sobre estos presupuestos, las elites metropolitanas
establecieran sus conexiones con los focos artístico-culturales europeos y
dieran la espalda al interior y al resto del continente, y que la capital
porteña se convirtiera de modo natural
en un soberbio centro artístico-cultural que, merced a la concentración y
disponibilidad de medios, produjera una literatura urbana y cosmopolita que fue
identificada y proyectada como nacional.
Sin embargo, la
consagración de la literatura rioplatense como literatura nacional no significó
la muerte de las literaturas extracapitalinas. Mientras la narrativa interior
resistía anclada en el realismo costumbrista, la poesía, igualmente regionalista,
alzó vuelo aliándose con el folklore. Esta poesía del interior, sostenida por
las métricas tradicionales de la música popular, se valió de su vitalidad y de
una gran riqueza léxica y metafórica para expresar la realidad contextual y denotar
su importancia en la configuración y producción de la literatura nacional. La
suya fue una imaginativa y vigorosa reinvindicación de su locus en el genoma poético nacional frente al otro tenido por
único. Al reclamar de este modo la legitimidad de su pertenencia a la
literatura nacional la poesía del interior pretendía devolver al primer plano de
la creación literaria argentina la
sensibilidad telúrica sepultada por el asfalto de la gran urbe y restablecer
una visión de la realidad menos centrada en la peripecia individual.
A mediados del
siglo XX, la poética urbana y su topos sentimental habían alcanzado su cénit
culminando la Edad de Oro del tango, cuyo declive coincidió con la eclosión de
la música folklórica. Es el momento en que se verifica con intensidad la
tensión histórica existente entre las dos principales concepciones poéticas que
palpitaban –palpitan- en el cuerpo de la literatura nacional. El fenómeno, aunque
no haya sido percibido ni interpretado como un sismo producido por la fractura
histórica del sistema literario, era ocasionado por la presión de una potente
poesía subterránea sobre las capas poéticas de superficie. Esta poesía
menospreciada o ignorada y que ya se creía perdida entre los médanos del desierto emergía mostrando su
enraizamieno en una tradición de carácter popular y anónimo, a la que luego
prestaron sus nombres, entre otros, Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi y José
Hernández, autor del magistral Martín
Fierro, e incluso Esteban Echeverría, quien en La cautiva recreó con intensidad el paisaje y la vida agrestes que
se extendían más allá de los arrabales de la
gran aldea, como llamó Lucio Vicente López en 1885 a Buenos Aires. Poetas como Jaime Dávalos, Hamlet Lima
Quintana, Armando Tejada Gómez, Manuel J. Castilla, María Elvira Juárez, Raúl
Galán, Julio Ardiles Gray, Julio A. Tello, Ariel Petrocelli, Julio Quintanilla,
Buenaventura Luna y Juan Gualberto Garay, entre muchos otros, vinculados a
grandes músicos o músicos ellos mismos, fueron los artífices literarios de uno
de los períodos más brillantes de la música folklórica argentina y, a su vez, del
afloramiento de la poesía del interior.
Sin embargo, este
hecho no fue suficiente para sacar a la luz e incorporar al corpus principal de
la poesía argentina a los poetas provinciales. Figuras tan importantes como
Antonio Esteban Agüero, Julio Requena, Alejandro Nicotra, Osvaldo Guevara,
Julio Castellanos, Néstor Groppa, Bustriazo Ortiz, Edgar Morisoli, Horacio
Castillo, Roberto Glorioso, Jorge Leónidas Escudero, Amaro Nay, Miguel Vera, etc.
son hasta la segunda década del siglo XXI prácticamente desconocidos por la
crítica metropolitana o, al menos, no son tenidos en la consideración que
merecen sus obras.
En Córdoba, durante
el II Congreso de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) celebrado en
octubre de 1939, Juan Filloy – otro de los grandes marginales- ya afirmaba que “para nacionalizar nuestras letras es
menester provincializarlas; insurgir en montonera contra la absorción
metropolitana. Los escritores, en su afán de atalayar rutas ancestrales, viven
asomados hacia Europa, desde el balcón atlántico de Buenos Aires”.
Sin embargo, la
ignorancia o el prejuicio metropolitano ni siquiera fueron superados durante
uno de los momentos más efervescentes y dinámicos de la historia de la cultura
literaria argentina, como fue el impulsado en la década de los sesenta hasta el
golpe militar de 1976 por EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos
Aires. No será hasta la década de 1990, restaurada ya la democracia, cuando
empiecen a observarse algunas señales promisorias orientadas a dar una visión
más real de la literatura argentina. Pero antes de que esto empezase a darse,
la Dictadura que asoló el país entre 1976 y 1982 había producido una profunda
herida en el cuerpo social que afectó gravemente a la creación artístico cultural
y a su contínuum. Al aniquilar a una
generacion de jóvenes u obligar al éxodo a miles de ciudadanos argentinos, el
Estado terrorista creó un territorio poblado por las sombras de los muertos,
los desaparecidos y los desterrados.
Surgió así en el
exterior del país una literatura exílica que aglutinó las producciones de otros
emigrados de antes y después del período dictatorial, y cuya orfandad ha
resultado más honda cuanto más alejada ha estado de la crónica testimonial o la
trama argumental. Pero si bien esta literatura huérfana es ignorada y no
reconocida como parte natural de la literatura nacional no parece ser por los
mismos motivos que lo es la literatura del interior. Mientras en este caso
existen argumentos formales ligados a las concepciones estéticas hegemónicas de
la metrópoli, en el caso de la literatura extraterritorial parece latir un
sentimiento inconsciente de rechazo al horror vivido. A diferencia de los
muertos y desaparecidos que están en la memoria como cifras sin nombre de la tragedia, los desterrados, en tanto
testimonios vivos de un dolor colectivo no exento de culpa que se quiere
olvidar, parecen estar no sólo fuera del territorio sino en un limbo de la
memoria. Es como si al negar a los desterrados su pertenencia a la tierra que
los vio nacer se quisiera negar la tragedia y con ella borrar el sentimiento de
culpa que subyace en el subconsciente de una sociedad que, en su mayoría, no
quiso ver y permitió que el horror se instalara en su seno. Pero, los
desterrados, al igual que muchos que sobrevivieron dentro de las fronteras del
país, son testigos activos de ese horror, del mismo modo que la literatura
exílica es un desgarro de lo invisible.
Para explicar esto quizás
sea necesario pensar en la literatura exílica, en particular su poesía, como la
rama arrancada de un árbol talado. Un gajo superviviente del que en tierras
extrañas nace otro árbol que lleva en su savia a los poetas y narradores sin
nombres que fueron asesinados antes de que llegaran a escribir; aquellos cuyos
escritos nunca se conocerán, y los que sobrevivieron y, obligados por las
circunstancias de vida, frustraron sus vocaciones. Dicho de otro modo, la
literatura surgida y desarrollada más allá de las fronteras territoriales es acaso
una chispa de esa escritura no nacida que busca su sitio en el corpus de la literatura nacional y
desarrollarse en plenitud en su ecosistema natural.
El genocidio
perpetrado por el Estado terrorista abrió un profundo vacío en la vida y en la
cultura argentinas al cortar los eslabones generacionales que mantenían los
vínculos con las tradiciones correspondientes a todos los órdenes de la vida
social. En el capítulo literario, esto hizo que las nuevas generaciones
argentinas de escritores y poetas quedaran huérfanos y sin referencias
inmediatas que les sirvieran de puente con la tradición, de la que, asimismo,
habían desaparecido por prejuicios
ideológicos no pocos nombres
fundamentales.
El extrañamiento,
la ocultación y el desconocimiento de las obras de escritores y poetas del
interior y de la diáspora a raíz de la acción hegemónica metropolitana y de la
persecución política no suponen su inexistencia y, por tanto, es legítima la
pretensión de ambas ramas a ser consideradas como partes genuinas de la
literatura argentina. Siguiendo a Gramsci, podemos decir que la capital porteña
ocultó históricamente las literaturas provinciales e incluso étnicas –quechuas,
guaraníes, mapuches, etc.- y, tras la
Dictadura, la literatura exílica haciendo que se percibiera, en un marco
aparente de diversidad, su propia literatura local como expresión extensiva y única
valorable de la literatura argentina en su conjunto. Es así como la hegemonía
capitalina ha venido retroalimentándose concediendo en algunas ocasiones
reconocer la existencia del problema bajo la discutible dicotomía
“regionalismo/cosmopolitismo”, en la que el segundo de los términos lleva
implícita la preponderancia sobre el primero que genera una suerte de efecto
mariposa unidireccional. El vuelo de una mariposa en la metrópolis puede
provocar un huracán en el interior del país, pero el vuelo de una mariposa en
éste es sólo el vuelo de una mariposa.
Este dominio
político, económico y cultural de la metrópoli, aceptado y naturalizado en el
imaginario social del país, sin embargo puede romperse. Los avances científicos
y tecnológicos, especialmente los verificados en el campo de las comunicaciones
y de las relaciones personales y sociales, han impulsado un vasto proceso de
transformaciones sociales y políticas que sin duda están afectando los viejos
esquemas de relación entre la metrópoli y las provincias, y, consecuentemente,
abren la posibilidad de trazar un nuevo mapa literario del país. Llevar a cabo
este proyecto no es una propuesta de confrontación, sino de corrección de un
equívoco y de armonización poética orientada a sentar las bases de una nueva y
equilibrada percepción de la literatura argentina y de su realidad.
La doble sombra, punto de partida de esta idea se ha pensado y producido
para dar una amplia panorámica del paisaje poético nacional. No es ni pretende
ser, por tanto, una antología, sino una compilación que reúne una treintena de
los más relevantes poetas argentinos vivos, según nuestro conocimiento y criterio, entre
los cuales se encuentran aquellos que han desarrollado sus obras en el país
profundo como en latitudes extranacionales. En este sentido, La doble sombra pretende ser un novedoso
y fidedigno relevamiento de la poesía argentina actual, que salve o trate de
salvar la vieja antinomia ciudad/campo, propia de las estructuras coloniales
que han pervivido como recurso de poder de las elites dirigentes; unas elites
que crearon el mito de una Argentina exclusivamente urbana, civilizada y europea, negando la
existencia de una Argentina profunda y bárbara,
donde la figura del gaucho aparece como tópico emblema del pasado –de los
tiempos heroicos-, cuya encarnadura poética y canto del cisne es el Martín Fierro, publicado por José
Hernández en 1872. Fecha que parece señalar asimismo el fin de la poesía
gauchesca y la tradición narrativa, y con ellas el de una rama mayor de la literatura
argentina, vestigio de la cual sería esa literatura del interior, cuyas
producciones han sido estigmatizadas con la etiqueta del costumbrismo rural,
por quienes, en su mayoría, se han entregado al culto del costumbrismo urbano.
La doble sombra es asimismo la metáfora de una poesía extraordinariamente
rica y diversa que, en conjunto y desde distintos posicionamientos estéticos e
ideológicos, y planteamientos formales, tiende al mismo tiempo a restaurar, tanto
desde el interior como desde el exterior del territorio nacional, los lazos vitales
con la tradición poética nacional dañadas por la Dictadura; salvar el abismo
dejado por una generación aniquilada que no pudo cumplir su papel de eslabón
natural, pero cuyo sacrificio quizás haya servido para encontrar una voz coral capaz
de identificar con fundamentos nuevos una poesía argentina más genuina y
diversa, más emparentada con la tradición continental hispanoamericana, que la
historiada hasta el presente. En definitiva, La doble
sombra constituye la propuesta de un nuevo y más veraz mapa de la poesía
argentina en el que se hace visible sus extensas plataformas interior y
exterior que, hasta ahora, han permanecido ocultas bajo las aguas del mar
metropolitano colonial.
Antonio
Tello José Di Marco
[1] Danto, Arthur C.: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Barcelona, 1999.
[2] Ricardo Ibarlucía. “Crónica de una dispersión”,
en Diario de Poesía, Buenos Aires,
año I, nº 2, 1986. Citado por Jorge Fondebrider: “Treinta años de poesía
argentina”, en Jorge Fondebrider
(compilador): Tres décadas de poesía
argentina 1976 – 1996, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2000, pp. 17 – 18.
[3] “El posclásico […] es otro vanguardismo: una
suerte de ismo de lo cásico. Un andarivel estético con alcances sólo relativos
porque ha dejado de lado la convicción de valor absoluto. Tiene de lo clásico,
en principio, un peculiar trabajo sobre la lengua, que deviene en enfoque; y de
la vanguardia, el ADN de la libertad…”. Javier Adúriz: “Posclásico, una
aproximación”, en Jorge Fondebrider, Op., cit., pp. 78-79.
[4] Giorgio Agamben, “¿Qué es lo contemporáneo?”,
disponible en la web, p. 2.