lunes, 22 de diciembre de 2014

LA DOBLE SOMBRA. POESÍA ARGENTINA CONTEMPORÁNEA. Antonio Tello y José Di Marco

Vaso Roto Ediciones publica en México y España La doble sombra. Poesía argentina contemporánea, una selección de los treinta más relevantes poetas argentinos vivos que incluye a creadores del interior del país y han realizado toda o gran parte de su obra en el extranjero. Desde este punto de partida los autores de la compilación -Antonio Tello y José Di Marco- pretenden ofrecer una nueva y más fidedigna percepción de la poesía del país. 



PRÓLOGO DE "LA DOBLE SOMBRA"
                                                           ¿Será esta la raíz de su doble sombra?
                                                               (Antonio Tello, O las estaciones)

I.
Esta compilación se presenta como un mapa de la poesía contemporánea argentina. En tanto que mapa, consiste en una representación, sinóptica y selectiva, de un territorio amplio, diverso y compuesto conformado por un complejo de escrituras poéticas producidas, dentro y fuera del territorio nacional, y casi sin interrupciones, desde comienzos de los años sesenta del siglo pasado hasta el presente. Los autores que seleccionamos viven, están activos y poseen una obra consumada en la mayoría de los casos. Muchos de ellos ya han agrupado sus poemas en “antologías personales” y “obras reunidas” que documentan una trayectoria extensa y fecunda a la vez que exhiben los distintos tramos de un recorrido estético con sus continuidades y variantes, tanto estilísticas como temáticas.
Llevar a cabo una compilación equivale a construir un corpus de textos que consiste en extraer de una “base empírica” cuantiosa, conformada por una multitud de libros, una muestra que resulte adecuadamente representativa sobre la base de un criterio de selección ineludiblemente restrictivo. Todo corpus, incluso el más flexible y pluralista, está “producido” por la intervención de quien lo delimita y ordena. Como deriva del ejercicio de una perspectiva de lectura, si se lo confronta con la profusión del material a escoger, suele devenir escaso y parcial.  De allí que un corpus se constituya, con independencia de las intenciones que lo gestaron, en un dispositivo de exclusión. Se vuelve, podría decirse, un “cuerpo del delito” ya que no puede evitar los reclamos y las discrepancias que le señalen omisiones, evasivas y descuidos. Gritos o susurros que le endilgan la responsabilidad de haber cometido un crimen, por lo menos simbólico.
Desde tradiciones culturales y matrices teóricas diferentes y sosteniendo posiciones ideológicas dispares, historiadores y críticos subrayan  el carácter plural, diverso y multiforme del arte contemporáneo. Coinciden al reconocer que no hay una orientación estilística única y homogénea sino más bien una coexistencia (no necesariamente pasiva) de poéticas heterogéneas más bien inconmensurables.
De acuerdo con las ideas del filósofo A. Danto, decimos que la era de los manifiestos y el predominio de las narrativas maestras han concluido y que una simultaneidad de formatos, materiales y técnicas de composición caracteriza la situación actual del arte. Extenuadas las tareas vanguardistas de transformación absoluta de las estructuras sociales y de las subjetividades, que el proyecto político-cultural de la modernidad le impuso como un destino inexcusable, el arte ha entrado –según Danto-  en un período posthistórico. Librado de las obligaciones utopistas y redentoras que lo constriñeron al solipsismo de una autonomía obstinada y estéril, goza hoy de una libertad y de un campo posibilidades del que nunca antes dispuso en la historia de la humanidad[1].
Las ideas de Danto referidas al arte contemporáneo nos proporcionan una descripción globalmente oportuna para dar cuenta del corpus de poemas que propone La doble sombra. Si se las piensa (y transpone) en términos de un intercambio lingüístico y discursivo, nos permiten ver que la poesía argentina (la producida en el destierro y la escrita en el país) constituye una conversación en decurso –simétrica, numerosa y abierta- de la que participan voces versátiles y divergentes. Lo propio de esta conversación multifacética, una suerte de asamblea anárquica y bulliciosa, descentrada y plural, reside en la tolerancia e inclusión que admite y acoge la coexistencia de posturas artísticas y concepciones de poesía disímiles, e incluso incompatibles. En su discurrir simultáneo, muestran que la poesía argentina contemporánea es una suerte de lengua franca, coral y heteróclita, y no un discurso monocorde cuya razón de ser descansaría en una identidad fija y eximida de las contingencias inherentes a las metamorfosis de la historia, a las contradicciones del contexto social, a los discordantes anclajes territoriales y a las diferencias estéticas que atraviesan y tensionan el campo poético.
Se trata, por el contrario, de una identidad híbrida y dinámica que los mismos textos poéticos producen, ya que no son un reflejo pasivo de condicionamientos y determinaciones externos sino potencias discursivas y artísticas que instauran y prolongan, mediante ensambles formales y constelaciones de sentido renovados, una profusión de mundos que promueven perspectivas y criterios que resignifican las cosas y modulan las relaciones que establecemos con ellas.
Un desafío que deriva del polimorfismo y la dicción plurívoca de la poesía argentina contemporánea se vincula con el valor y la norma. A falta de una normatividad rígida (derivada de la coexistencia de normas estéticas dispares), la valoración se vuelve vacilante. La lectura que se requiere y suscita no tiende a un juicio categórico sino, más bien, al aplazamiento indefinido de conclusiones taxativas, a la suspensión de un dictamen concluyente: como si la crítica consistiera en una etnografía de lo disímil e impar. En consonancia con lo mencionado, La doble sombra pretende ser un catálogo provisorio de poéticas, desplazadas e ignotas, y a la vez un reconocimiento de lo que abunda, vario y desigual.
 Así, procura brindar a los lectores una muestra de la multiplicidad de voces y cosmovisiones de la poesía argentina contemporánea que otras series de corpus han omitido, y no necesariamente adrede. Sin embargo, más que enmendar equívocos, falencias y descuidos previos se trata, más bien, de ensayar una cartografía alterna y esbozar una hoja de ruta provisoria y perfectible, tomando distancia de los dos criterios que predominan en el proceder de la crítica nacional; un par de pautas en apariencia antagónicas pero paradojalmente complementarias.
Hablamos, por un lado, del precepto que sutura y reduce la serie literaria a la política y lee el devenir de la poesía en tanto que un reflejo ideológico, determinado por una “base” material que lo prefigura y dirige; la poesía como síntoma de una situación sociocultural que la explica y justifica en última instancia. Si este mandato teleológico despierta nuestra suspicacia, semejante recelo nos causa la tentativa (la tentación) de estimar el despliegue de la producción poética como la manifestación de insularidades creativas; la poesía como la ocurrencia inesperada y soberana, casi mágica, de individualidades  ajenas a las coordenadas de la época.
Compilar, construir un corpus, hacer una colección implica el bosquejo de horizontes interpretativos y el trazado de líneas de comprensión que, sin desconocer la irreductible singularidad de cada una de ellas, permitan el acercamiento y la conexión entre escrituras que participan, aunque espacialmente distanciadas, de una misma sincronía. Y comporta, asimismo, el reto de sopesar los vínculos entre estética y política al margen de mecanicismos y recorridos unidireccionales.
En 1986, Ricardo Ibarlucía escribió: “A principios de los años setenta, en el vacío producido por el agotamiento del modelo precedente, empezó a configurarse una generación de nuevos creadores que fueron asumiendo una postura crítica frente al discurso poético. A partir de un tímido cuestionamiento del sesentismo, estos poetas parecían estar preocupados por restituir a la palabra su autonomía estética separada de la cognición rutinaria y la acción cotidiana. El estallido del golpe militar de 1976, que partió en dos la década, puso de manifiesto la acentuación de esta tendencia crítica, al mismo tiempo que provocó la diversificación del espectro poético en un amplio abanico de propuestas, directa o indirectamente vinculadas a la experiencia del exilio o la permanencia en el país.[2]
Intentamos con La doble sombra ofrecer un testimonio, acotado por cierto, de la diversificación de propuestas poéticas que, surgidas en la Argentina de los años setenta, no sólo sobrevivieron al exterminio dictatorial y al desarraigo de sus autores sino que, además y sobre todo, se consolidaron y enriquecieron a lo largo de más de cuatro décadas, ya sea en los lindes del territorio nacional como en el difuso paraje de la diáspora.
La poesía exílica no se limita al ejercicio de la memoria con el propósito de documentar las atrocidades del genocidio o preservar del olvido el humanismo ínsito en el ideario de la revolución. Los autores que escriben del lado de allá de la patria, no se circunscriben a la denuncia o la queja; exploran posibilidades formales que aproximan sus poesías, por ejemplo, a la tradición orientalista y a un misticismo cristiano o jasídico, un itinerario que abrevia las formas y colma las texturas de llamativos silencios.
De los que escriben de este lado de la sombra están los que permanecieron en provincia y los arraigadamente rioplatenses. Y si el provincialismo de parte de unos rehúye los rótulos perezosos de “costumbrista” y “rural”, el presunto centralismo de los otros escapa también de las etiquetas que lo signan como “urbano” y “cosmopolita”. Nacidas del impacto, la apropiación y el uso renovador de la ruptura y el experimentalismo vanguardista, sus propuestas poéticas podrían describirse adecuadamente con el término “posclásico” acuñado por Javier Adúriz[3]. La voluntad y la energía de lo clásico que las sostiene las salva tanto de la pesadez de lo antiguo como de la ligereza de las modas. Gracias a ellas, no son manifestaciones epigonales de las directrices que prevalecieron confrontando en los años ochenta del siglo pasado: el objetivismo y el neobarroco. Un aliento de exploración constante las protege de los legados dogmáticos y les otorga validez y vigencia.  
En este amplísimo arco de variantes estéticas la poesía argentina contemporánea despliega su identidad móvil y fractal. Con respecto a lo contemporáneo, G. Agamben ha señalado, basándose en Nietzsche, su carácter intempestivo y la desconexión respecto del presente. Dice: “La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente, por ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella”[4].
De esas miradas que se aproximan y distancian de la época, que observan al sesgo la actualidad y la registran con lucidez, se ocupa La doble sombra.

II
Desde sus tiempos fundacionales, la literatura argentina fue prefigurada por la hegemonía metropolitana heredada de las estructuras de dominio territorial de la Colonia. Así, si bien el país se organizó sobre la base de un sistema federal, después de cruentas guerras fratricidas, Buenos Aires no sólo logró mantener la capitalidad del país, sino también ejercer el control económico y político sobre el resto de las provincias, lo cual está en el origen del federalismo opaco que ha suscitado en las provincias el nacimiento y desarrollo de un cierto sentimiento de postergación, cuando no de resentimiento, que, en el imaginario nacional, obra de frontera interior separando el país en dos territorios. Visible el capitalino –la cabeza de Goliat, en palabras de Ezequiel Martínez Estrada- e invisible el interior, dicho en el léxico hegemónico de la capital asumido por las provincias, que se extiende a partir de la avenida General Paz. Esta demarcación nada inocente se vincula con la vieja concepción ideológica que identifica la urbe con la civilización y el campo –la provincia- con la barbarie.
No ha de extrañar por tanto que, sobre estos presupuestos, las elites metropolitanas establecieran sus conexiones con los focos artístico-culturales europeos y dieran la espalda al interior y al resto del continente, y que la capital porteña se convirtiera de modo natural en un soberbio centro artístico-cultural que, merced a la concentración y disponibilidad de medios, produjera una literatura urbana y cosmopolita que fue identificada y proyectada como nacional.
Sin embargo, la consagración de la literatura rioplatense como literatura nacional no significó la muerte de las literaturas extracapitalinas. Mientras la narrativa interior resistía anclada en el realismo costumbrista, la poesía, igualmente regionalista, alzó vuelo aliándose con el folklore. Esta poesía del interior, sostenida por las métricas tradicionales de la música popular, se valió de su vitalidad y de una gran riqueza léxica y metafórica para expresar la realidad contextual y denotar su importancia en la configuración y producción de la literatura nacional. La suya fue una imaginativa y vigorosa reinvindicación de su locus en el genoma poético nacional frente al otro tenido por único. Al reclamar de este modo la legitimidad de su pertenencia a la literatura nacional la poesía del interior pretendía devolver al primer plano de la creación literaria argentina  la sensibilidad telúrica sepultada por el asfalto de la gran urbe y restablecer una visión de la realidad menos centrada en la peripecia individual.
A mediados del siglo XX, la poética urbana y su topos sentimental habían alcanzado su cénit culminando la Edad de Oro del tango, cuyo declive coincidió con la eclosión de la música folklórica. Es el momento en que se verifica con intensidad la tensión histórica existente entre las dos principales concepciones poéticas que palpitaban –palpitan- en el cuerpo de la literatura nacional. El fenómeno, aunque no haya sido percibido ni interpretado como un sismo producido por la fractura histórica del sistema literario, era ocasionado por la presión de una potente poesía subterránea sobre las capas poéticas de superficie. Esta poesía menospreciada o ignorada y que ya se creía perdida entre los médanos del desierto emergía mostrando su enraizamieno en una tradición de carácter popular y anónimo, a la que luego prestaron sus nombres, entre otros, Bartolomé Hidalgo, Hilario Ascasubi y José Hernández, autor del magistral Martín Fierro, e incluso Esteban Echeverría, quien en La cautiva recreó con intensidad el paisaje y la vida agrestes que se extendían más allá de los arrabales de la gran aldea, como llamó Lucio Vicente López en 1885 a Buenos Aires. Poetas como Jaime Dávalos, Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, Manuel J. Castilla, María Elvira Juárez, Raúl Galán, Julio Ardiles Gray, Julio A. Tello, Ariel Petrocelli, Julio Quintanilla, Buenaventura Luna y Juan Gualberto Garay, entre muchos otros, vinculados a grandes músicos o músicos ellos mismos, fueron los artífices literarios de uno de los períodos más brillantes de la música folklórica argentina y, a su vez, del afloramiento de la poesía del interior.
Sin embargo, este hecho no fue suficiente para sacar a la luz e incorporar al corpus principal de la poesía argentina a los poetas provinciales. Figuras tan importantes como Antonio Esteban Agüero, Julio Requena, Alejandro Nicotra, Osvaldo Guevara, Julio Castellanos, Néstor Groppa, Bustriazo Ortiz, Edgar Morisoli, Horacio Castillo, Roberto Glorioso, Jorge Leónidas Escudero, Amaro Nay, Miguel Vera, etc. son hasta la segunda década del siglo XXI prácticamente desconocidos por la crítica metropolitana o, al menos, no son tenidos en la consideración que merecen sus obras.
En Córdoba, durante el II Congreso de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) celebrado en octubre de 1939, Juan Filloy – otro de los grandes marginales- ya afirmaba que “para nacionalizar nuestras letras es menester provincializarlas; insurgir en montonera contra la absorción metropolitana. Los escritores, en su afán de atalayar rutas ancestrales, viven asomados hacia Europa, desde el balcón atlántico de Buenos Aires”.
Sin embargo, la ignorancia o el prejuicio metropolitano ni siquiera fueron superados durante uno de los momentos más efervescentes y dinámicos de la historia de la cultura literaria argentina, como fue el impulsado en la década de los sesenta hasta el golpe militar de 1976 por EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires. No será hasta la década de 1990, restaurada ya la democracia, cuando empiecen a observarse algunas señales promisorias orientadas a dar una visión más real de la literatura argentina. Pero antes de que esto empezase a darse, la Dictadura que asoló el país entre 1976 y 1982 había producido una profunda herida en el cuerpo social que afectó gravemente a la creación artístico cultural y a su contínuum. Al aniquilar a una generacion de jóvenes u obligar al éxodo a miles de ciudadanos argentinos, el Estado terrorista creó un territorio poblado por las sombras de los muertos, los desaparecidos y los desterrados.
Surgió así en el exterior del país una literatura exílica que aglutinó las producciones de otros emigrados de antes y después del período dictatorial, y cuya orfandad ha resultado más honda cuanto más alejada ha estado de la crónica testimonial o la trama argumental. Pero si bien esta literatura huérfana es ignorada y no reconocida como parte natural de la literatura nacional no parece ser por los mismos motivos que lo es la literatura del interior. Mientras en este caso existen argumentos formales ligados a las concepciones estéticas hegemónicas de la metrópoli, en el caso de la literatura extraterritorial parece latir un sentimiento inconsciente de rechazo al horror vivido. A diferencia de los muertos y desaparecidos que están en la memoria como cifras sin nombre  de la tragedia, los desterrados, en tanto testimonios vivos de un dolor colectivo no exento de culpa que se quiere olvidar, parecen estar no sólo fuera del territorio sino en un limbo de la memoria. Es como si al negar a los desterrados su pertenencia a la tierra que los vio nacer se quisiera negar la tragedia y con ella borrar el sentimiento de culpa que subyace en el subconsciente de una sociedad que, en su mayoría, no quiso ver y permitió que el horror se instalara en su seno. Pero, los desterrados, al igual que muchos que sobrevivieron dentro de las fronteras del país, son testigos activos de ese horror, del mismo modo que la literatura exílica es un desgarro de lo invisible.
Para explicar esto quizás sea necesario pensar en la literatura exílica, en particular su poesía, como la rama arrancada de un árbol talado. Un gajo superviviente del que en tierras extrañas nace otro árbol que lleva en su savia a los poetas y narradores sin nombres que fueron asesinados antes de que llegaran a escribir; aquellos cuyos escritos nunca se conocerán, y los que sobrevivieron y, obligados por las circunstancias de vida, frustraron sus vocaciones. Dicho de otro modo, la literatura surgida y desarrollada más allá de las fronteras territoriales es acaso una chispa de esa escritura no nacida que busca su sitio en el corpus de la literatura nacional y desarrollarse en plenitud en su ecosistema natural.
El genocidio perpetrado por el Estado terrorista abrió un profundo vacío en la vida y en la cultura argentinas al cortar los eslabones generacionales que mantenían los vínculos con las tradiciones correspondientes a todos los órdenes de la vida social. En el capítulo literario, esto hizo que las nuevas generaciones argentinas de escritores y poetas quedaran huérfanos y sin referencias inmediatas que les sirvieran de puente con la tradición, de la que, asimismo, habían desaparecido por prejuicios ideológicos  no pocos nombres fundamentales.
El extrañamiento, la ocultación y el desconocimiento de las obras de escritores y poetas del interior y de la diáspora a raíz de la acción hegemónica metropolitana y de la persecución política no suponen su inexistencia y, por tanto, es legítima la pretensión de ambas ramas a ser consideradas como partes genuinas de la literatura argentina. Siguiendo a Gramsci, podemos decir que la capital porteña ocultó históricamente las literaturas provinciales e incluso étnicas –quechuas, guaraníes, mapuches, etc.-  y, tras la Dictadura, la literatura exílica haciendo que se percibiera, en un marco aparente de diversidad, su propia literatura local como expresión extensiva y única valorable de la literatura argentina en su conjunto. Es así como la hegemonía capitalina ha venido retroalimentándose concediendo en algunas ocasiones reconocer la existencia del problema bajo la discutible dicotomía “regionalismo/cosmopolitismo”, en la que el segundo de los términos lleva implícita la preponderancia sobre el primero que genera una suerte de efecto mariposa unidireccional. El vuelo de una mariposa en la metrópolis puede provocar un huracán en el interior del país, pero el vuelo de una mariposa en éste es sólo el vuelo de una mariposa.
Este dominio político, económico y cultural de la metrópoli, aceptado y naturalizado en el imaginario social del país, sin embargo puede romperse. Los avances científicos y tecnológicos, especialmente los verificados en el campo de las comunicaciones y de las relaciones personales y sociales, han impulsado un vasto proceso de transformaciones sociales y políticas que sin duda están afectando los viejos esquemas de relación entre la metrópoli y las provincias, y, consecuentemente, abren la posibilidad de trazar un nuevo mapa literario del país. Llevar a cabo este proyecto no es una propuesta de confrontación, sino de corrección de un equívoco y de armonización poética orientada a sentar las bases de una nueva y equilibrada percepción de la literatura argentina y de su realidad.
La doble sombra, punto de partida de esta idea se ha pensado y producido para dar una amplia panorámica del paisaje poético nacional. No es ni pretende ser, por tanto, una antología, sino una compilación que reúne una treintena de los más relevantes poetas argentinos vivos,  según nuestro conocimiento y criterio, entre los cuales se encuentran aquellos que han desarrollado sus obras en el país profundo como en latitudes extranacionales. En este sentido, La doble sombra pretende ser un novedoso y fidedigno relevamiento de la poesía argentina actual, que salve o trate de salvar la vieja antinomia ciudad/campo, propia de las estructuras coloniales que han pervivido como recurso de poder de las elites dirigentes; unas elites que crearon el mito de una Argentina exclusivamente urbana, civilizada y europea, negando la existencia de una Argentina profunda y bárbara, donde la figura del gaucho aparece como tópico emblema del pasado –de los tiempos heroicos-, cuya encarnadura poética y canto del cisne es el Martín Fierro, publicado por José Hernández en 1872. Fecha que parece señalar asimismo el fin de la poesía gauchesca y la tradición narrativa, y con ellas el de una rama mayor de la literatura argentina, vestigio de la cual sería esa literatura del interior, cuyas producciones han sido estigmatizadas con la etiqueta del costumbrismo rural, por quienes, en su mayoría, se han entregado al culto del costumbrismo urbano.
La doble sombra es asimismo la metáfora de una poesía extraordinariamente rica y diversa que, en conjunto y desde distintos posicionamientos estéticos e ideológicos, y planteamientos formales, tiende al mismo tiempo a restaurar, tanto desde el interior como desde el exterior del territorio nacional, los lazos vitales con la tradición poética nacional dañadas por la Dictadura; salvar el abismo dejado por una generación aniquilada que no pudo cumplir su papel de eslabón natural, pero cuyo sacrificio quizás haya servido para encontrar una voz coral capaz de identificar con fundamentos nuevos una poesía argentina más genuina y diversa, más emparentada con la tradición continental hispanoamericana, que la historiada hasta el presente. En definitiva,  La doble sombra constituye la propuesta de un nuevo y más veraz mapa de la poesía argentina en el que se hace visible sus extensas plataformas interior y exterior que, hasta ahora, han permanecido ocultas bajo las aguas del mar metropolitano colonial.
                                               Antonio Tello          José Di Marco



[1] Danto, Arthur C.: Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la  historia, Paidós, Barcelona, 1999.

[2] Ricardo Ibarlucía. “Crónica de una dispersión”, en Diario de Poesía, Buenos Aires, año I, nº 2, 1986. Citado por Jorge Fondebrider: “Treinta años de poesía argentina”, en  Jorge Fondebrider (compilador): Tres décadas de poesía argentina 1976 – 1996, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2000, pp. 17 – 18.
[3] “El posclásico […] es otro vanguardismo: una suerte de ismo de lo cásico. Un andarivel estético con alcances sólo relativos porque ha dejado de lado la convicción de valor absoluto. Tiene de lo clásico, en principio, un peculiar trabajo sobre la lengua, que deviene en enfoque; y de la vanguardia, el ADN de la libertad…”. Javier Adúriz: “Posclásico, una aproximación”, en Jorge Fondebrider, Op., cit., pp. 78-79.
[4] Giorgio Agamben, “¿Qué es lo contemporáneo?”, disponible en la web, p. 2.