Astillada claridad es la antología poética con que la Universidad Autónoma de León (México) rinde homenaje a Jeannette Lozano Clariond. Además de traductora y editora de la editoral hispanomexicana Vaso Roto, Clariond es una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana actual. Mi [re] lectura de su gran obra fue premiada por ella encargándome el prólogo de Astillada claridad (UANL Publicaciones, 2014).
El origen de la escritura es el deseo. La obra poética de Jeannette Lozano Clariond es, como
en toda obra de arte genuina, hija del deseo. El deseo es esa pulsión íntima, orgánica y espiritual, que nos salva
de la extinción. Es motor del instinto de supervivencia. Pero el ser humano,
que no sólo aspira a sobrevivir sino también a vivir conociendo la realidad de
su existencia y trascendiendo su finitud, hace que el deseo humano comprometa el
placer de sentir y el gozo de saber en el acto de crear.
Entrar en la espesura no nos hace ciervos, sentencia la poeta en un solitario verso. Es decir
que el deseo por sí mismo no basta para crear un mundo poético. Es necesario someter
la poderosa pulsión
del deseo a las normas de una gramática que evite los
efectos disgregadores del caos y de las fuerzas corruptoras que distorsionan la
percepción de la verdad y la belleza. Una tarea que exige talento y un esfuerzo
mayúsculo que sólo pueden llevar a cabo poetas mayores, es decir aquéllos
capaces de crear un universo propio sostenido por un sistema racional de
principios y leyes que haga factible la comunicación primordial entre el
creador y el fruto de su deseo de vivir, conocer y prolongarse en el tiempo. Esta
gramática surge de la voluntad, la cual
no limita el deseo sino que permite al poeta, en palabras de
Shopenhauer, trazar una meta a sus ansias
infinitas y llenar el insondable abismo de su corazón.
La
voluntad y lo que conlleva, el empeño y el rigor, son, en tanto principio
sustentador de la gramática del deseo, el medio del que se vale el creador,
para alcanzar una percepción poética nítida de la verdad y la belleza, y proteger
así el lugar del hombre en la escala
tonal del ser, como dice George Steiner. En este sentido, Jeannette Lozano
Clariond es por su talento y su voluntad una poeta mayor que ha creado un
universo original -Esa raíz oscura de
lago mudo y órbita violeta- sujeto a
la jurisdicción de las leyes fundamentales que rigen la creación artística.
El
lenguaje es una acción, dice Platón en el Cratilo. De modo que la gramática del deseo es el ingenio –
el sistema de signos- con el cual el poeta entra en acción. Un
tipo de acción vinculante que origina y refuerza el comportamiento humano y,
consecuentemente, determina la acción social unificada para dominar el entorno
o influir en él. Cabe recordar que el primate que funda la humanidad no lo hace
cuando descubre la palabra, sino cuando percibe su cualidad transformadora. Es
en esta edad temprana cuando el aún homínido deja de comportarse de forma
pasiva y empieza a actuar. La palabra le sirve para organizarse y para
manifestar su poder sobre las cosas y los demás seres que habitan en el mundo. [Todo era tiniebla (de raíz), / arteria /
dilatada / cuando el viento / derrumbó la cúpula. // En vano / la tierra hunde
/ su perpetuo nacer.] Es el momento en que el hechicero hace suyas
las palabras que lo comunican con los espíritus, como más tarde lo hará el
sacerdote para intermediar entre los dioses y los pueblos, y como miles de años
más tarde lo harán las entidades del poder político y económico para ejercer su
dominio en un mundo laico, donde las antiguas divinidades se baten en violenta
retirada o se acomodan a una suerte de interesada funcionalidad emocional. Surqué la flor, la tempestad en la carne del
árbol, / y el mar se abrió a la posibilidad. // Lumen Dei non videmus / Lumini
Dei non credemus.
El hombre, una vez en posesión y
dominio de la palabra –en el principio fue el Verbo, dice el Génesis-, inventa
los dioses y les atribuye la Creación manifestando de este modo la debilidad de
su condición humana; la desconfianza en sus fuerzas para resistir la atracción
de la materia inerte y de las fuerzas de la oscuridad, la fealdad, el caos y el
olvido; la atracción del abismo de silencio que anida en el origen, y la
evidencia de los límites de su saber para explicar el misterio primordial [Dios, ¿en dónde estabas a la hora de mi
resurrección?].
Mapa estelar de la poesía de Jeannette L. Clariond |
Evoco y
parafraseo a Pascal Quignard y su cita de Claude de Marolles. El reflejo ilusorio e ilusionante de la escritura es la
lectura. La lectura es
contemplación, el rapto del alma que nos acerca al estadio de la preexistencia.
Viaje astral al origen. Leer poesía es contemplar el cielo sin querer [o sin
poder] impedir esa sustracción del alma que se adentra en la oscuridad cósmica
rumbo al desconocimiento. Esto significa que la lectura poética no es un viaje
hacia una certeza ignota, sino hacia lo inefable, cuya vivencia deja en la
conciencia del lector las fugaces realidades que la mirada percibe [Cuando miro la tarde todo se vuelve real]
y que la voz humana alcanza a verbalizar con un torpe balbuceo [¿Recordará su sitio / la muda sustancia de
la niebla?], porque más allá de sus límites, en el abismo del silencio,
late lo indescifrable. Lo intraducible.
Una
gota es el universo entero, escribe Jeannette Lozano
Clariond. Su poesía es un
universo del que es posible trazar un mapa cósmico. Una sutil y delicada carta
de navegación estelar que contiene planetas, lugares, paisajes y caminos
explorados por esa voz que se apoya en las visiones cotidianas y en el mito
para hacer más comprensible la realidad o las realidades del mundo. Esa voz,
sombra de la mirada, que se multiplica y trasciende como una oración,[orar,
oírse en la incertidumbre], como un viento desnudo, y enseña a la
poeta y al lector la duda [¿es real que la tarde se vacía? / La poesía es
ausencia de agua, puerta / que abre otra puerta y una más]. El misterio.
La voz
poética es tensión entre lo intraducible y el Logos. Una tensión que está en
los orígenes de la luz y el tiempo, de cuya fusión y estallido surgen el mundo
y sus criaturas, esquirlas de sal y de memoria. La leve conciencia de ser en el
espacio y en el tiempo, en los sentidos y la experiencia de los sentidos,
movida por una poderosa pulsión inquisitiva, una radical sed de conocimiento, [Qué alcanza en su límite la llama] que contraviene
la angustia y el miedo existenciales.
La
navegación de la voz por el interior de las sombras [La oscuridad / es el alma del lenguaje] deviene corte geológico de
la historia estratificada que los ojos sin carne de la poeta exploran y
documentan. Mis ojos aprendieron a ver
fijamente las piedras. Estos son los ojos que ven ese insecto de cuarzo que nos recuerda la existencia del destino, y que
siguen, presas del vértigo de la eternidad, -ese reflejo donde no cabe el pensamiento- la espiral fosilizada del
amonite hasta el núcleo de la memoria que nos preserva del olvido y de la
injusticia.
Breve sustancia la niebla,
clarísimo
carbón, su pátina de viento.
La tierra
apenas humedece
la piedra circular donde manan antiguos destellos,
el néctar petrificado, cristales de este invierno.
Y en generosa calma
buscar entre menudos giros
otoño adentro
los recuerdos
cuando todo es cascada acreciendo su abandono.
También hasta
el punto extremo al que llega el Logos sin perecer en el sin decir. Hay regiones que son sílabas de sombras. /
No todo es nuestra lengua, dice la poeta que bien sabe que nuestra desgracia es la bella soledad / sin
grito / sin lenguaje. Y es allí, al borde de este abismo, de la bella
soledad, que sobreviene la pregunta sobre la validez del esfuerzo. ¿Significa
esto abjurar de la historia o un modo desafiante de conjurar la atracción del
silencio? Pero ¿qué significa el silencio para el alma encarnada si el silencio
se significa a sí mismo como una inmaterialidad autista? He aquí la desigual
relación de fuerzas entre la vulnerable condición humana y la poderosa
atracción de aquello que niega u obstaculiza el saber con que
el poeta se propone preservar la función comunicativa del lenguaje y proteger
la raíz conceptual de la palabra, pues ésta nos acerca a la verdad última y
amplía el territorio de las libertades y justicia sociales. En este propósito
el poeta no puede caer en la impostura, la ignorancia y la negligencia, porque
ellas trastocan la realidad con palabras que son meros esqueletos fonéticos
cuya carnadura se pierde por el uso sin sentido verdadero de la acción y
conducta que implican. Es en este punto donde Lozano Clariond reivindica el
principio activo del amor espiritual como sentimiento orgánico surgido de la
tierra que, en ocasiones, se traduce en un delicado erotismo [Un dolor enciende el silencio, y en la
habitación, el ánsar de la niebla. /Húmedo mi cuerpo en la llama. / De nada
suspendidos nombrar el amor buscamos. // Sólo en su requiebro el mar] como respuesta natural al dolor y a la
muerte.
Atacada por la acción devastadora del
tiempo que consagra el olvido y por las fuerzas irracionales del poder político
y económico, la palabra cae enredada en el gran barullo verbal del sistema, la
confusión babélica, y queda paralizada, perdida su capacidad de acción;
imposibilitada de comunicar la verdad. Su parálisis es la parálisis del
espíritu y, consecuentemente, el triunfo de la impunidad y de la falsedad de la
obra de arte acomodada a la realidad nacida de la impostura.
Entonces ¿para qué el poeta ha de
llevar la palabra a los límites del misterio y confrontarla con el silencio?
¿Qué sentido tiene seguir el impulso de su deseo? ¿Para qué quiero un Logos si
lo que busco / es / alojar la luz en otra luz? La respuesta es que el poeta tiene
la responsabilidad de preservar el valor significativo de la palabra, porque,
como expresión de la comunidad humana, ella comporta la llave de la razón y del
acto civilizador.
Lozano Clariond sabe que el poeta
es un civilizador y como tal es consciente de que la palabra, pronunciada en su
verdadera y unívoca significación, es la que inspira el cuerpo ético de la
comunidad, el cual, al determinar el comportamiento de los individuos, rige la
convivencia en un marco de confianza y justicia, tal como podríamos definir la
paz. El supremo esfuerzo del poeta se justifica en la conciencia civil del
hombre aunque sufra los efectos de las pérdidas. La melancolía.
La melancolía es destino
diciéndonos lo que no somos:
un huerto tejido de sombras,
la cicatriz de la tarde,
el rostro que lucha por saber quién fue.
En el portal
los pájaros recuerdan
el viaje
-y sin embargo-
temo perder lo que de ti queda cuando te vas.
La imposibilidad. El límite del Logos.
Espina del pez, forma labrada por
el verbo.
¿Qué se
busca? ¿Qué alcanza en su límite la llama?
Distancia es aquello que nunca sabremos decir.
Por otro lado, no debemos olvidar
que la palabra, por su misma potencia significativa y la carga mítica de su
raíz, es vehículo de conocimiento y libertad para el ser humano y su comunidad.
La escritura es parte de la memoria sobre la que se construye y perfecciona la
justicia y la felicidad en el mundo. Por esta razón, los cambios externos que
se operan en ella, de acuerdo con la formulación de leyes y ordenamientos que
consolidan el progreso y la felicidad de los hombres, enriquecen su
significación esencial. Pero, sucede lo contrario cuando los cambios surgen de
la impostura y la injusticia. Es entonces cuando la piedra hablará un dolor que nadie escuchará.
Si según la intuición de Heidegger
el ser humano es una unidad de materia y tiempo, la palabra, como expresión
humana, también participa de su misma naturaleza existencial y de su capacidad
generadora [reproductora] de vida y saber. La palabra, el lenguaje en
cualquiera de sus manifestaciones, es memoria, fijación efímera de aquello que
nombra. Pero la memoria es vulnerable al olvido, el cual es a su vez uno de los
agentes erosionadores del tiempo y del poder, el cual a su vez aspira a la
impunidad.
En esta circunstancia, la acción
del poeta consiste en rescatar la palabra de la inflación verbal, del farfullo
bárbaro y embrutecedor, y devolverle la vida y su verdadero sentido. Un
cometido para el cual el poeta, sabedor de sus propias flaquezas y temores, ha
de procurar mirar más allá del corto horizonte de lo ilusorio y afrontar con
decisión el viaje a través de las sombras.
La misión del creador es hallar la
raíz, la nota articulada que contradiga al silencio, y atisbar algunas de las
imágenes originales de su existencia humana. Asomarse al oscuro núcleo de su
preexistencia animal sabiendo que esta odisea por el interior de la noche, como escribiera Shakespeare, está llena de
acechanzas y que, víctima del horror, puede caer en la tentación del silencio,
abandonarse al irresistible canto de las sirenas [Voces, voces distantes, / espejos, / palabras piedra: / Todo antes de
la noche], y callar, «quedar sin palabras» y dejar que el olvido y la
injusticia avancen sobre el mundo. Por esto es vital para el poeta resistir. No
importa que en esta travesía sea herido, su piel lacerada, o enceguecidos los
ojos con que mira la evidencia o advierte la revelación. El poeta no ha de
temer al esfuerzo –su voluntad- ni cejar en el arduo empeño de atravesar los
territorios de palabras huecas y voces enmudecidas, y llegar hasta los confines
significativos de la palabra –como dice Steiner-, trepar a sus más altos muros
léxicos y desde ellos observar, sobre la planicie que precede al tiempo
sintáctico, el sumo entendimiento. La inminencia de lo indecible. El abismo. Cuando
el poeta siente en su cuerpo toda su potencia creadora, es también el momento
en que la palabra más fortaleza espiritual y ética le exige, porque apenas
intente salir del fuero verbal, donde rigen las leyes de la gramática, para
entrar en los registros más profundos de la realidad oscura, el impostor quedará
al descubierto. Como un Orfeo que, saliendo de la oscuridad de su ego, el
conocimiento se le esfumará ante la luz del día.
Dado que el lenguaje es un atributo
humano, cuya partícula ínfima es la sílaba, es ésta, la que finalmente llega al
territorio del origen, del no-tiempo, del silencio. Sin embargo, por su propia
condición humana, no puede traspasar sus fronteras y conocer el misterio de ese lugar donde acaba la muerte, como
escribió Nezahualcóyotl, sin que le cueste la vida, pero sí sentir la inercia
de su poder que hace que el mundo no exista antes de ser nombrado.
El conocimiento de la gramática de
los signos es vital para anclar lo inteligible poético, porque este viaje exige
ir más allá de los modos temporales, de las formas sintácticas, y de las
significaciones superfluas, si se quiere alcanzar ese lugar en que la palabra
desnuda puede ser sentida de un modo no verbal. Como voz original que late en
el plexo de la conciencia humana, cuyo sonido será nota musical, pero también
ruido, nota carente de pasión, si sólo es hueso descarnado, mero formalismo
donde no palpita la vida. Experiencia autista del artista perdido en su propio yo.
El
momento más pleno y gozoso del acto creador se produce cuando el poeta siente
que el aullido que nace en sus entrañas y atraviesa su mirada de carne alcanza
al poema. Ese poema construido con versos de palabras ausentes, es decir, ese
poema no dicho. Ese poema no escrito todavía. Ese poema sin voz que disuelve la
vida y enfrenta al creador con la muda instancia del origen.
Bajo el manto de fuego
la luz emerge
de su cuerpo
-mundo,
hora, hombre
casi
muertos-
a la espera del
comienzo.
Ese poema sin elementos
discernibles de tiempo y espacio ¿Qué es la luz antes de ser nombrada? ¿Qué es
el árbol antes de ser llamado árbol? El nombre es semen, semilla, elemento
germinal de las cosas del mundo, y el acto de nombrar que da lugar al poema es
el mismo acto de crear, porque coagulamos el tiempo en la vida.
Fuera de la realidad humana cabe
suponer que la palabra original, el verbo, carece de conjugaciones de tiempo,
de modo y de voz. El verbo, metáfora de la fuerza genésica que crea el mundo,
es, paradójicamente, movimiento e inmovilidad, una palabra que representa la
acción y la fijación. El verbo, como suma representación de la voz humana, es
la palabra que se rebela contra el silencio y lo rompe. Voz, eras el mar, exclama la poeta no sin asombro por el
descubrimiento.
Nada existe antes de ser nombrado.
Por esto es tan importante para Jeannette Lozano Clariond sentir en sus
entrañas el lenguaje esencial; las palabras despojadas, tanto en sí mismas como
en su articulación sintáctica, de todos los barnices y elementos superfluos con
que la historia, los hábitos y las ideologías han ido cubriendo su superficie y
ocultando su raíz significativa. Las palabras que trasuntan la materia del
origen. Consciente de que la palabra es la esencia del ser humano, el principio
que distingue su inteligencia, es que la poeta la conjura y la salva de
penetrar definitivamente en el silencio, para narrar la experiencia de la
creación – de la re-creación- que
prolonga la existencia humana.
El
viento
desmorona el barro,
vértigo, dolor era ese viento
en su descenso:
el encuentro
con la primera voz:
la muerte.
El muro de raíz sedienta
rasga cielos
de aquella hora.
De nuevo brotarán salmos
palabras destejiendo
sobre el espejo.
La palabra, en tanto acción, es negación
del silencio y como tal, a pesar de la poderosa atracción que ejerce sobre ella
el abismo, puede sentir la desesperada llamada de su creador, el poeta, y
emprender el retorno. Es en este sentido profundo que el poeta salva la palabra
de la muerte. Pues ella no sólo manifiesta la jerarquía del ser humano sobre
las demás criaturas que habitan en el mundo, sino también su pretensión de
ocupar un lugar entre los dioses e incluso de sustituirlos aunque deje en el
aire la duda y la inutilidad de tal pretensión cuando afirma existir es siempre azar o ecos de Dios la vida.
La palabra, para Jeannette Lozano
Clariond, es consustanciación del deseo, pulsión irreprimible de libertad del
ser humano sobre cualquier forma de dominio. Expresión máxima de su soberanía
en el mundo. Así, la creación aparece ante el poeta no como un mero acto de
supervivencia animal, sino como una permanente confrontación entre el silencio
y el sonido, entre los cuales existe un vínculo original que nunca desaparece del todo y
que el poeta no ignora, pues de la tensión polar que late entre ellos surgen la
música y la palabra; también el ruido que llena el mundo. La confusión.
Cabe
interpretar que el silencio no es vacío. Tampoco ausencia. El silencio es
energía, fuerza muda del tiempo. El sonido -la voz humana, los ruidos de la naturaleza
y del obrar humano, incluso sus excrecencias- es pálpito fugaz de la vida,
frágil memoria, que el silencio en su fluir denota y atrae. En los aledaños del
silencio, el sonido -la materia viva-
reconoce en la irresistible fuerza que lo atrae algo de su propia esencia. En
esa frontera al borde del abismo, el sonido afronta la atracción sujeto a la
vida y, en tensión con el espíritu –esa chispa de silencio que anima la carne-,
nos revela destellos del conocimiento, de la belleza, las formas perecederas de
la plenitud del goce; en esa pausa mínima y peligrosa, el sonido estalla en
notas y palabras y al estallar asistimos al soberbio espectáculo de unas notas
y palabras que, como estrellas fugaces, se pierden en lo hondo del silencio, y
de otras que resisten la atracción y, despojadas y desnudas, nítidas y
brillantes en su esencial significado,
modulan armonías que evocan el misterio de lo creado, la secreta noción
que funde el tiempo y la materia. Así, la música y la voz son expresiones
humanas, huellas de civilización que deja el arduo empeño de hacer comprensible
el mundo. Por lo tanto, las escrituras que nacen de ellas son ese último y
desesperado intento humano de coagular el tiempo. Arquitectura de la memoria,
gramática del deseo, en el espacio del silencio.
Al silencio me abracé. Vi quebrarse
el brillo naranja del firmamento,
los robles enmudecieron, la polilla
se arremolinó en farolas.
El amor intangible de los amantes se
disolvía en la lumbre. Vi
Fragmentos de espejo, su manantial
incesante esmaltaba los pliegues
Del coral.
Esta tarde regresé a la albufera.
Una inmensa soledad me miró. Vi
el ave del desierto hundirse en el
horizonte, el sol caer sobre los
cedros, hundirse en mí la sombra.
Mi cuerpo ascendió más allá de los
tordos en la bruma.
Solo muere el arroyo.
Mientras el ser humano libra esa
soberbia lucha contra el poder de los dioses –esa suprema y trágica abstracción
por él ideada-, la palabra se rebela contra la acción erosionadora del tiempo,
contra el olvido, y construye la memoria sin la cual no existiría civilización
alguna. Es sobre la memoria que el ser humano puede proyectarse en el tiempo y
trascender más allá de sus limitaciones individuales en la realidad del mundo.
La memoria llena sus
vacíos. Regresé a la rota mirada de la madre, sus frases oscuras, el
vendaval manchaba la ropa en el patio, las hojuelas del hollín envolvían el
durazno. El silbido de los trenes es recordación, sinceridad del árbol. Sólo la
palabra restaura la quietud, allí donde la esencia afina su brillo.
Es a partir de esta experiencia
cuando se concreta el deseo que ha llevado al poeta hasta la estación abisal
desencadenando la expresión incompleta del poema no dicho, cuya traslación
escrita siempre arrastra una pérdida. Este instante epifánico, aún con las pérdidas
inevitables de algunas visiones, pone al poeta ante la sinceridad de su
vocación. ¿Qué hacer? ¿Debe moldear la criatura a gusto de la comunidad? ¿Cómo
revelar la verdad entrevista sin traicionarla ni traicionarse? ¿Cómo pintar,
esculpir, escribir? ¿Cómo descubrir?
Aunque la encomienda del poeta es
social, su experiencia es individual y es ahora cuando advierte la presencia
del otro; la de aquel con quien debe compartir lo entrevisto. Es decir, la obra
que nace de su experiencia artística. Pero ¿quién es ese otro? ¿Importa? Estas preguntas identifican las trampas del poder humano y de
cualquiera de sus ideologías que pretenda legitimar su dominio sobre los
individuos. No se concibe la obra de arte para alguien determinado. No se la
concibe para entretener, sino para revelar. La obra de arte, un cuadro, una
escultura, una pieza musical, un libro, es una huella original. Se escribe, se
pinta, se esculpe para conocer, conocerse y descubrir la realidad del mundo y
de la naturaleza humana. La razón por la que Jeannette Lozano Clariond escribe
es porque nuestras vidas se vuelven otras
vidas, / inacabado brillo de cristal. / Lo fresco del rocío / ya es hoja
quebradiza. / ¿Somos historia? No,
mancha, / humo / de imposible trascendencia, / agua entre los robles. Mientras
/ sorbemos de la taza el amargo café / en que nos detenemos, inclinados los
rostros. Intuyo que es de
este modo cómo la poeta reivindica la soberanía del ser humano en el mundo, ese
lugar al Este del Paraíso del que fue desterrado; intuyo que es así cómo ella,
con su leve y luminosa voz, enfrenta el atávico temor a la muerte alumbrando su
presencia orgánica más allá del Logos [Morimos
/ muy abajo del cielo, miedo / que nos hunde / en el primer y único origen.],
para no sucumbir a la imagen y semejanza aludida por el mito [El miedo es encontrar la propia semejanza],
porque si bien, como escribe la poeta en dos versos valientes y profundos
El Libro
dice: crea la imagen única de la realidad.
Yo digo: crea la imagen de la ausencia.
Es
así que desde la raíz, entera, la frágil
voz regresa y aunque la poeta sepa que no basta llegar a la raíz […] es la voz, incierta y estrecha, / que apenas arde, / hora del comienzo y el
fin, suma de moradas la luz de los olvidos.
Viaje,
conocimiento y transmisión de la verdad constituyen los maderos de una poética
con los cuales Jeannette Lozano Clariond, una de las más grandes poetas de
lengua castellana, ha construido su personal Nostromo conradiana para
afrontar su navegación a los confines del alma humana y documentar el periplo.
Y lo hace sabedora de que su voz, potente y delicada, es el apropiado vehículo
para alcanzar la experiencia mística que la aproximará a la verdad y al mismo
tiempo a los límites del lenguaje para nombrarla.