Con La niña de la colina (In-Verso, 2012), Felipe Sérvulo da un admirable paso adelante en una obra poética caracterizada por su insistencia en expresar los sutiles matices del sentimiento amoroso. Lo hace con radical sencillez, pero, como acertadamente apunta el poeta Enrique Badosa en el prólogo al libro, ello no le supone negar «el misterio que, mucho más allá del superficial enigma, sustenta todo el poema» en su intencionada proyección hacia la plenitud.
La niña de la colina -libro muy bien editado por In-verso- si bien aparece como una compilación de versos, cada uno con un significativo y revelador título, pronto el lector percibe que está ante una obra que se articula con la coherencia misma del sentimiento que indaga, de modo que al final tiene la sensación de haber contemplado, y de seguir haciéndolo, un estanque al que la luz se refracta en múltiples y fugaces reflejos.
Aunque el tema amoroso es el más tratado y abordado del quehacer poético, sólo los poetas pueden abordarlo soslayando el tópico romántico que arrastra consigo el verso edulcorado o el erotismo de consumo. Felipe Sérvulo es poeta y como tal recurre a un lenguaje de extrema delicadeza, casi desnudo de adjetivos hasta tal punto que cuando los utiliza cobran una dimensión significativa única. Una decisión de esta naturaleza trae consecuencias importantes que afectan la esencia misma del poema. Una de estas consecuencias es el transcurrir del tiempo en la historia, que no en el sentimiento, de los amantes. En este sentido, Felipe Sérvulo parece querer advertir al lector que el amor puede ser eterno o que quizás lo es, pero no quienes lo protagonizan pues ellos están sometidos no sólo a la acción del tiempo sino también de la historia y de todos los condicionamientos que atañen a la existencia individuada [Percibo el cansancio en tu mirada / y tus párpados llevan / el íntimo secreto de tantos domingos / domados por la vida]. Es así que el amante descubre la cicatriz que hay en toda unión amorosa, evocación de una herida que nunca acabará de cerrarse [Tu mirada es un paisaje / donde no me reconozco] y que lo abocará a esa radical soledad en la que sentirá el miedo a no ser nada.
El amor es tiempo que huye dejando murmullos urbanos, desiertos, bares, oasis de nostalgia grabados en la retina del alma de quien amó y que fraguan su memoria. Y en ese pasar del tiempo queda la esperanza del sueño, la del arduo empeño a que la tarde vuelva, para perpetuar ese sentimiento que, no obstante, suele dejar a los amantes náufrago sin faro / apenas sueños. Pero, en todo este dramático transcurrir en el que los amantes sienten la plenitud del gozo que los identifica en uno hasta que el dolor, cualquiera sea la razón que lo produzca, los separa, la huella puede dibujar la estela de una última esperanza: la palabra, pionera del lenguaje, / en este tiempo sin ternura. La palabra obra, puede obrar, la ensoñada porfía de los universos paralelos en los cuales, quizás, ellos puedan volver a vivir lo vivido, como un bucle que contradiga eternamente la fugacidad en la que indefectiblemente acaban disolviéndose en el silencio, de aquí que Felipe Sérvulo, en sus poemas finales reconozca que su derrota es la música / que ya no escucho, / la luz que ya no veo, / la memoria de la promesa / que muere con el día... pero sin dejar de alimentar en su alma la convicción de que todo se hace nuevo con el silencio.