La propia habitación (Valnera Literaria, 2010), de Ana Rodríguez de la Robla, es un libro cuya singularidad consiste en despertar los cinco sentidos del lector y descubrirle que cualquier cosa siempre que observe le cuenta algo que la realidad evidente le vela. Es así que la lectura supone un desvelamiento del objeto o de la escritura convertida en objeto.
Ana Rodríguez de la Robla, quien ya sorprendió a este lector con su original La última palabra, pertenece a esa estirpe de poetas para quienes el estudio y la lectura son actos de lucidez y reflexión esenciales para alcanzar y revelar el conocimiento. Su sensibilidad, inteligencia y cultura reivindican y devuelven el prestigio al concepto de intelectual y a su encarnación.
La propia habitación reúne una colección de breves e intensos ensayos en los que la historia y el arte son trasuntos del ser y estar en el mundo y su escritura una suerte de sonrisa de Eva. Aquella que, seguramente, surgió en los labios de la primera mujer justo después de morder el fruto y tentar a Adán con la húmeda luminosidad de sus dientes. Quiero decir que el placer que suscita la lectura de La propia habitación trae consigo las visiones de quienes han de parir con dolor y ganarse el pan con el sudor de la frente y al mismo tiempo de la reivindicación de su condición humana y de su derecho a saber rebelándose contra «la insidia de los dioses». Significa esto que leer este libro es entrar en un laberinto, para cuya aventura De la Robla, como Ariadna, ofrece al lector más de un hilo para que no se pierda, porque ella bien sabe que el laberinto no es uno. «Los espejos son a Borges lo que la navaja de Ockham: multiplican los entes innecesariamente», dice De la Robla, pero también, en el mundo actual, en el que, tal vez, en su punto de fuga cuelgue la dantesca advertencia: Lasciate ogni speranza, voi ch'intrate, el «espejo es un sistema ético en un tiempo que carece de sistemas y, sobre todo, de ética». A partir de la expulsión del Paraíso o del seno del Ser, por decirlo con un matiz agnóstico, el ser humano se ve abocado a entrar en el laberinto y, a pesar del «terror a lo oculto» y de la incertidumbre, atravesar los reflejos «que tiemblan» con la conciencia de «sumergirse en lo que somos como en un mar inmundo - a veces dulce- de fractales».
Uno de los hilos principales que impiden la muerte definitiva, el cordón umbilical que vincula al individuo con la vida y el lógos es el lenguaje. «El discurso es un hilo» con el que el varón aspira a hilar la historia y el poeta - «que en latín encubre sexo de mujer»- a vaticinar desde el conocimiento. «Quedarse en la mera superficie es placentero y rutinario como un atardecer [...] Por el contrario, mirar con los ojos del conocimiento significa situarse en el camino engañoso de Tebas [...] adoptar la implantada visión de la memoria: sus lentes ahumados que enfocan por igual las victorias y la muerte».
Dotado de la palabra -«ombligo que ahonda en la tiniebla buscando la luz»-, el hombre tiene la opción de habitar el mundo como un atardecer o lanzarse a la búsqueda de la verdad. «El hombre [...] con su sombra conforma en sí un espejo y su reflejo, un Jano de dos rostros inquietantes; ninguno de ellos puede reconocer al otro si no media el conocimiento del pasado». De aquí que, como dijera Valle-Inclán, según cita De la Robla, las cosas no son como son sino como las recordamos y «esa distancia entre el ser y el recordar es el pantanoso territorio donde todo ocurre y donde todo se resuelve», cuando todo ha muerto y «el lenguaje se convierte en la mortaja del recuerdo, en obediente profetisa del final.»
Con un prosa precisa que, por momentos alcanza un alto vuelo poético, Ana Rodríguez de la Robla ha concebido este libro como un estanque lleno de reflejos, cuya lectura y consiguientes relecturas deparan una intensa experiencia espiritual. Una visión profunda y abarcadora de los hilos entre la creación y la muerte, entre la vida y el arte, porque éste «sucede». Porque «el arte, pues, es un recodo del tiempo, es una espera.». Y la lectura, como escribe Pascal Quignard, uno de los ecos que se oyen en este libro, «un rapto del alma.»