Giuseppe Tomasi di Lampedusa |
Giuseppe Tomasi di Lampedusa adquirió celebridad con su novela El Gatopardo, publicada en 1958, un año después de su muerte. Para entonces había escrito algunos relatos, unas Lecciones sobre Stendhal y Conversaciones literarias, que también vieron la luz póstumamente. Estas últimas fueron elaboradas como pequeños ensayos «de modo ligero y fluido, a menudo jocoso, con el fin de animar a sus jóvenes alumnos a un más profundo conocimiento de la literatura francesa [del Quinientos] sin cuyo dominio, como él decía, no existe cultura», tal como afirma en el prólogo Alessandra di Lampedusa. Este exclusivo propósito prevaleció sobre el de darles una mayor difusión y, para evitarla, hasta se negó a sus manuscritos fuesen copiados. Afortunadamente sólo se cumplió a medias la voluntad de autor y de este modo podemos leer con gran placer unas lecciones con un estilo directo, sencillo, irónico y, sobre todo, reveladores de un gran sentido didáctico iluminado por una aguda sensibilidad crítica.
Desde el carnal Rabelais hasta el piadoso Montaigne, Di Lampedusa dibuja el paisaje de un siglo determinado por los cambios fraguados por las ideas humanísticas que sustentaron el Renacimiento y prepararon el camino de la modernidad en el marco de la violencia e intolerancia que incubaron las guerras de religión. En esa Francia, donde la razón laica iba ganándole terreno a la religión, las creaciones literarias acusan en sus temas y estilos la intensidad de la confrontación. El profesor siciliano describe con acierto este soberbio escenario para situar a sus autores y explicar a sus discípulos las características de su obra. Con erudición no exenta de humor aparecen ante el lector imágenes nítidas -en un recurso que más adelante atribuye a Montaigne- de la vida y de la obra de autores conocidos -o que deberían serlo- y otros menores. Así se suceden François Rabelais, visto a través de su exuberante Gargantúa y Pantagruel, Calvino, Marot, Scève, Ronsard, du Bellay, Marc de Papillon, Enrique IV y otros poetas y narradores menores. Junto a ellos las poetas Pernette Du guillet y Louise Labé y la narradora Margarita de Navarra, cuyas cualidades literarias le sirven para poner el acento en la enorme influencia intelectual que han ejercido las mujeres en la producción literaria francesa.
Pero, además de su irónico distanciamiento, el humor y la lucidez con que aborda una de las literaturas que él considera fundamentales de la cultura europea, le permiten a Giuseppe di Lampedusa hacer una crítica sin prejuicios con la que espiga las obras con la misma naturalidad con que un campesino separa el grano de la paja. Todos quedan bajo su lupa crítica, especialmente Rabelais, a quien considera «un escritor de crisis» que preludia el Renacimiento, y Ronsard, de quien llega a dudar de su inteligencia -«cosa no del todo improbable ya que no está reñido ser un gran poeta y al propio tiempo algo corto de luces»- ante su grave error de concepción de la Franciade, poema épico que el poeta creyó sería su obra cumbre. E
En vital proceso de cambios que dejaba atrás los conceptos literarios medievales, destaca Di Lampedusa el nacimiento de la Pléiade, de la que forman parte Ronsard y Du Bellay, «dotados de un gran talento» y otros «buenos poetas, de rango normal». Es Du Bellay el encargado de redactar el manifiesto de una escuela que se publicó en 1549 con el título de Défense et illustration de la Langue Française y que constituye «la obra más antigua de la crítica francesa». A la vez que defiende la vuelta a la Antigüedad greco-romana, este manifiesto rechaza con brusquedad los preceptos poéticos medievales que limitan nuevas fórmulas de versificación, como la rima, que aún aceptado su necesidad de acuerdo al estado de la lengua, exige que sean más rigurosas, y pone énfasis en la pobreza léxica y en la impostación retórica.
Finalmente, Giuseppe di Lampedusa exalta las virtudes literarias de Enrique IV, el artífice del Edicto de Nantes de 1598, que decretó la libertad de culto e institucionalizó la tolerancia abriendo así un largo período de paz y prosperidad para el reino, y de Montaigne, cuyos Ensayos revelan un pensamiento que «descree tanto de la fe como de la razón», y de quien dice que posee un estilo que «es una perpetua figuración que se renueva a cada línea; sus ideas nos la comunica sólo por medio de imágenes; y todas imágenes diferentes, fáciles y traslúcidas.»