martes, 2 de febrero de 2010

EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO, J.D. Salinger

La lectura de El guardián entre el centeno (Alianza Editorial, 1978, trad. Carmen Criado), de J.D. Salinger me perturbó profundamente. Por entonces, hacia mediados de los años sesenta, el título del libro era otro -El cazador oculto-, y el ejemplar donde había subrayado las frases y párrafos que más me habían conmovido se perdió cuando debí abandonar a mi familia, mis amigos, mi país y mi biblioteca.
Ahora, ante la muerte del esquivo Salinger, he releído, como lo habrán hecho miles de personas en el mundo, el libro en un ejemplar comprado hace ya tiempo, porque es una de esas obras que deben acompañarte siempre (Rayuela, Martín Fierro, Facundo, Ulises, Luz de agosto, etc.) para refundar cualquier biblioteca allí donde te encuentres. La peripecia de Holden Caulfield te llega a lo más hondo no tanto por la naturaleza de sus aventuras, como por esa extrema soledad que el individuo descubre en su adolescencia y que no es ajena a la que sienten Stephen Dedalus, de Joyce en Retrato del artista adolescente, el protagonista de El gran Meaulnes, de Alain Fournier y hasta el adulto Mersault, de Albert Camus. La relectura de El guardián entre el centeno ahora, después de tantos años, supone entrar en una dimensión de ese tiempo en que la desazón que embargaba tu espíritu aún no sabía nada del abismo que se abría más allá del campo de juego y al borde del cual tuve la suerte de encontrar más de un cazador que me salvó la vida.