viernes, 29 de junio de 2012

LA REALIDAD Y SU SOMBRA, Emmanuel Lévinas
















La realidad y su sombra (Trotta, 2001, trad. Antonio Domínguez Leiva), es un pequeño y revelador ensayo  de Emmanuel Lévinas, que trata de la «tensión infinita del arte», tal como titula Antonio Domínguez Rey su introducción. Acompañan a La realidad y su sombra otro pequeño ensayo titulado Libertad y mandato, y Trascendencia y altura, una conferencia dictada en La Sorbona seguida de un diálogo con Jean Wahl.

El pensamiento de Emmanuel Lévinas establece un enlace crítico entre la fenomenología de Husserl y el existencialismo de Heidegger y propone una filosofía de la experiencia ética la cual se manifiesta cuando el sujeto pensante se reconoce en el rostro del otro y puede «pensar más allá del pensamiento», según quería Descartes. Para Lévinas la realidad básica queda oculta o distorsionada por las formas y recursos con que la percibimos y es el artista -poeta, músico, pintor- quien puede trascender estos obstáculos y «decir lo inefable» y al hacerlo su «obra prolonga y supera la percepción vulgar» y capta aquella realidad en su esencia irreductible.
«Allí donde el lenguaje común abdica, el poema o el cuadro hablan». De este modo, al mismo tiempo que la obra consagra la imaginación como una forma de «saber de lo absoluto», la realidad artística resulta más real que la realidad. Sin embargo, como toda producción humana, la obra es vulnerable a la acción erosionadora del tiempo que actúa indefectiblemente sobre sus imágenes, sean éstas plásticas, musicales o literarias. Por esta razón el artista debe luchar contra la inmovilidad que comporta el argumento y abrir una grieta en el relato por el que pueda fluir la vida. «La novela [el argumento] encierra los seres en un destino pese a su libertad». Se trata de una lucha ardua, porque si bien el artista abre el espacio a través del cual el ser puede trascender, no puede evitar la inmovilización de su sombra. «La duración eterna del intervalo en que se inmoviliza la estatua difiere radicalmente de la eternidad del concepto -es el entretiempo, jamás acabado, que dura todavía- algo inhumano y monstruoso».
En Libertad y mandato, Emmanuel Lévinas confronta las dos nociones a partir de la idea de que «mandar es actuar [verdaderamente] sobre una voluntad». Esta acción independiente y externa no puede ser sino libre, pero al mismo tiempo, la libertad «es lo que se niega precisamente a sufrir una acción». Esto lleva al pensador lituano-francés a recurrir a Platón y considerar como él que el mandato consiste en «estar de antemano de acuerdo con la voluntad sobre la que se manda». Pero esta vía tampoco parece resolver la contradicción pues el pensamiento libre no es sólo conciencia de una tiranía que actúa sobre la animalidad del hombre a través del miedo y el amor. «Sócrates ajusticiado es libre», dice Lévinas, tiene una muerte poética, sus amigos le son fieles, su pensamiento persiste, «pero sabemos que las posibilidades de la tiranía son mucho mayores. Dispone de recursos infinitos, del amor y del dinero, de la tortura y del hambre, del silencio y de la retórica. Puede exterminar en el alma tiranizada hasta el poder mismo de ser ofendido, es decir, hasta el poder de obedecer bajo mandato». Ante esta realidad parecería que sólo cabe el alma esclava, pero es aquí donde, sosteniéndose en la idea de la tradición republicana de que la libertad no es un derecho que emane de la naturaleza sino de las leyes, Lévinas levanta el «Estado justo» como muro protector de los individuos frente a las amenazas que se ciernen sobre su libertad. «Es el único medio de preservarla de la tiranía».

viernes, 22 de junio de 2012

DERIVA, Laia López Manrique

Laia López Manrique [Foto: E. Escobar]















Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012), de Laia López Manrique es un poema de alta calidad lírica. El libro revela a una poeta no sólo dotada para el oficio sino, sobre todo, consciente de la materia y el objeto del poema. Responsable hasta el desgarro de su escritura, López Manrique logra con este primer libro que su poesía brille con gran intensidad.

Hay dos, entre otros, aspectos fundamentales de la escritura de Laia López Manrique en Deriva. Uno formal y otro conceptual que atañen simbióticamente al lenguaje y a la identidad. El primero se asienta en la convicción de su condición de poeta y en la voluntad de no evitar los riesgos que ésta comporta. LLM sabe que la escritura -la manifestación gráfica del lenguaje- ha de corresponderse con la esencialidad del relato y con la musicalidad sin apoyaturas artificiosas del verso. En este sentido, prescinde de las letras capitales y de los signos de puntuación y deja que sus versos, a la manera de los antiguos poetas en tiempos en que la poesía era casi exclusivamente oral [pienso ahora en Petrarca], marquen mediante una intuitiva y sabia regulación de los espacios las cadencias, los tonos y las pausas.
Es sabido que los signos de puntuación favorecieron la lectura en silencio y la autonomía del lector, pero para la poeta no se trata de un rechazo caprichoso de uno de los grandes avances de la modernidad, sino de manifestar su propósito de acentuar el carácter oral de la poesía y de resituarla en el corazón de la voz pública. Una intención que se hace más explícita si observamos la esencialidad de cada verso y la identificación del poema con una única metáfora -la deriva existencial- que hace obvias y desechables las metáforas menores y descriptivas.
El otro aspecto fundamental de Deriva es el lenguaje como expresión del ser. Somos lo que hablamos y por tanto, no es la escritura sino la voz la que nos identifica y nos sitúa en la historia y en el tiempo. Así, la deriva vital «se abre al lenguaje / como un resto / de piel / y de maleza». Una deriva impulsada por el deseo que en su enervamiento persiste como una «última palabra». Así de débil y exhausto el ser habita el mundo transido por el tiempo, como ya lo especifica la cita de Héráclito el Oscuro que sirve de epígrafe al libro [«El camino hacia arriba y hacia abajo es uno y el mismo»]. Pero el tiempo es un agente corruptor al que este ser exhausto es vulnerable como lo es su palabra, que acaba corroyendo la memoria y el relato de la historia que ésta comporta. Es en este tramo del camino donde se hace necesario «dejar de comprender las viejas frases / dejar de ver en ellas / un camino alto [...] dejar de comprender / la utilidad de los objetos [...pues ya hay] otra lenta / incognocible / deriva».
Al situarse el ser en ese «lugar que apuntala la caída» sólo la verdad del poema -ese deseo de ser- puede alterar la horma del mundo modelada por la violencia. No importa el tiempo que Sísifo espere «el derrumbe de la montaña», el énfasis de la voz -eso que somos- sigue siendo la esperanza que nos salvará del «animal o impostura / que ruge en el silencio». El «deseo es posible / como un golpe que rebosa / y hace avanzar el curso / de las aguas». Deseo, pulsión de la vida, necesidad imperiosa de alcanzar el gozo que justifica la existencia y lleva a cada uno a reconocerse en los otros, en las otras voces, y encontrar en éstas «el asilo que antes eludías / toscamente / como quien niega / un destino» hasta ese instante en que la «oscuridad [es] / matriz / de nuevos nacimientos».
Laia López Manrique, de quien incluyo aquí la interesante entrevista que le hizo Iván Humanes, otro lúcido y excelente narrador y poeta, se suma con este bello poema a ese núcleo de jóvenes poetas que, hace pensar, elabora una poesía de búsqueda y reflexión que establece puentes con la  tradición poética del siglo XVII.

viernes, 1 de junio de 2012

EL ARCHIPIÉLAGO, Friedrich Hölderlin
















La relectura de poetas iniciadores del romanticismo tiene la virtud de poner al lector en la perspectiva original de un movimiento literario que acabó trastornado por el yo que derivó hacia una poesía y una narrativa caracterizadas por el sentimentalismo costumbrista. El Archipiélago (edic. bilingüe de Alianza Editorial, 1979, estudio y traducción de Luis Díez del Corral) de Friedrich Hölderlin, es un poema que inaugura un modo de mirar al pasado que rescata aquellos valores que los pueblos necesitan para recuperar su felicidad.

Desde el mismo título -El Archipiélago- Friedrich Hölderlin hace partícipe al lector de su mirada admirativa de la antigua Grecia, la cual cobra la forma de una divinidad que se identifica en general con el mar. Sin embargo, con una magistral sencillez, el poeta elude el tópico laudatorio y comienza una narración que describe la naturaleza  luminosa del pueblo -el ateniense- que en comunión con las divinidades funda los mitos y valores de la cultura occidental. El poeta alemán no se detiene en la exaltación de las batallas o en la admiración de los monumentos sino en reconocer y reconocerse en el alma de ese pueblo capaz de luchar contra la barbarie y, con la ayuda de las divinidades, reconstruirse y proyectarse hacia el futuro. 
Hölderlin es un poeta profundamente religioso, pero no desde una conciencia contaminada por los dogmas y limitaciones eclesiásticas ni tampoco desde el panteísmo, sino desde su concepción de la divinidad como entidad que se reconoce en la obra del mundo y su armonía. La divinidad o las divinidades representan para él la fuerza numinosa que impulsa al individuo a superar lo más oscuro y primitivo que anida en su alma y así fundar los espacios de libertad de las comunidades. Guarini, citado por Luis Díez del Corral en su estudio premilinar dice que «Hölderlin es el único poeta al que se debe creer cuando dice que cree en los dioses». Éstos son para él esa «luz amiga» que ilumina y alegra la vida; esa luz que, no obstante su poder, necesita ceñirse a los «grises bucles» del humano mortal para justificar su propia existencia y, fuera de esa perfecta belleza huérfana, sin embargo, de destino en la que existe, reconocerse en la intimidad humana. 
La originalidad del teísmo del poeta alemán radica en que el hombre habita el mundo para humanizar la divinidad. De aquí que la naturaleza aparezca íntima y cálidamente vinculada a la vida de los hombres. Una vinculación que, al desaparecer, permite que las fuerzas de la barbarie se impongan y devasten el mundo, como pretendieron y casi lograron los persas antes de ser derrotados ese día luminoso en que libraron la batalla naval de Salamina. Desde esta perspectiva, Grecia representa para el poeta un instante luminoso de la civilización, el encuentro culminante entre los dioses y los hombres, entre el mito y la historia, la cual, como dice Díez del Corral, «es justamente historia porque se realiza desde los dioses y a ellos conduce». Aunque cabe recordar que tal realización es asimismo apelación, interrogación y acción de los hombres que sienten en su espíritu la magnitud de lo creado. Un espíritu cuya fuerza transformadora y restauradora de los valores que fundan la felicidad del pueblo se manifiesta cuando el héroe es capaz de reconocerlo y sentir su latencia en la comunidad, depositaria del «espíritu del tiempo» y del rumbo de la historia. De aquí que cuando el hombre no siente la magnitud del misterio deja de tener sentido la historia y la realidad se reduce a un presente dominado por la acción y producción de lo intrascendente que lo aliena y esclaviza.
El Archipiélago no es un ditirambo de la antigua Grecia, sino una mirada a un momento luminoso de la historia desde un lugar, su patria, que el poeta percibe sumida en la desorientación y a cuya felicidad pretende contribuir con dicha mirada. El poema se construye así como una nave en la que las palabras con que ha sido construida guardan su sentido original. Un lenguaje poético sustantivo, preciso, en el que el adjetivo y el adverbio no son elementos ornamentales, sino recursos que «ennoblecen» aquello que nombran, cosa que el romanticismo posterior, bajo el imperio de los sentimientos, tenderá a olvidar para edulcorar y malversar la realidad teñida de hollín del industrialismo. Este lenguaje y la honestidad del poeta constituyen el secreto en el que se asientan la belleza y la musicalidad de un poema excepcional.