lunes, 24 de junio de 2013

POESÍA VISUAL, Antonio Tello


UNA CAJA DE SORPRESAS
(La poesía mira a los ojos
Pero sucede en el corazón...)

Por Joan Pinardell

Urania Ediciones ha editado este proyecto: POESÍA VISUAL de Antonio Tello que consiste en 50 cajas de serie limitada, numerada y firmada; que contienen 30 fotografias polaroids con poemas y frases impresas del autor(35 €). 

La caja que encierra la POESIA VISUAL de Antonio Tello es una extraordinaria aportación, en la cual imagen y texto establecen un diálogo con el objeto de provocar una nueva relación con los objetos que nos rodean y cuestionar su significado.

La palabra como respuesta y rueda transformadora de los objetos. Universo sutil donde todo es más de lo que parece.

Las imágenes acompañadas de la escritura respiran y explican una manera personal de relacionarse con el mundo. Mirar y sentir el mundo es reconstruirlo. Antonio Tello ha situado su posición ética y estética en el ámbito de la duda. Palabra e imagen al servicio de una nueva mirada.

¿Pero son las cosas como las vemos o cómo las sentimos?

Las cosas simples y mudas quieren hablar pero el poeta las somete a su silencio y al tamiz de su alma antes de darles un nuevo sentido. De lo cotidiano nacen nuevas perspectivas para decirnos que las cosas que miramos no siempre son lo que parecen. 

Hay detrás de lo que vemos un mundo inexplorado lleno de respuestas y cargado de nuevas preguntas. La poesía visual de Antonio Tello nos invita a este viaje.

miércoles, 29 de mayo de 2013

UN LUGAR PARA NADIE, Álex Chico


Un lugar para nadie (de la luna libros, 2013) confirma a Álex Chico como uno de los poetas más significativos de su generación. Como en Dimensión de la frontera, el poeta lleva al lector a la exploración de un territorio -un no lugar- que es asimismo parte de una naturaleza transida por el tiempo y el espacio, ambos elementos inasibles, pero que definen nuestro ser y estar en el mundo. 

Una de las cualidades que define la calidad y la envergadura de un poeta es su capacidad no tanto para definir una poética como para fundar un universo poético propio. Un universo en cuyo marco conceptual hace aproximaciones desde distintos ángulos -balcón, esquina, plaza, dirá él- a una realidad que fluye y se deshace hasta convertir la inmovilidad en el movimiento del ser en ese no lugar sin que la paradoja resulte, a oídos del lector, un exabrupto intelectual. Porque, para Álex Chico, la mecánica del poema, y por ende de la poesía, no responde a las leyes de lo evidente, sino a las leyes del misterio, del laberinto o de la fugacidad de una mirada, un roce. O un recuerdo que viene de un instante, hace siglos, y descubre a un hombre solo, sentado en las gradas en ruinas de un anfiteatro, vibrando en el aire con el sonido de un aplauso, rebotando en las piedras seculares sin que nadie sepa «que con cada golpe esperaba deshacer el mundo».
Un lugar para nadie es un poema que avanza con una escritura despojada, extremadamente significativa, que abre el campo semántico de cada verso y cada metáfora [Somos ese molino que está frente a mí. / Su existencia es circular, como la nuestra. (...) El agua que absorbe y rechaza será, al final, / una forma de nostalgia. O de aviso. O de certidumbre (...) Nada más triste que aparentar la eternidad...] para acentuar la dimensionalidad de ese espacio en perenne conflicto con el tiempo [Este es un espacio / en el que no hay sitio para el tiempo]. Un diminuto lugar del mundo, ocupado de otros lugares, donde el ser se refugia para tener conciencia de su propio existir, aún con la certeza de que es un eco, un fonema, un morfema, los cristales de un cenicero en el instante de golpear en el suelo y desintegrarse, la forma de la ceniza «al intentar ser nosotros  / cuando no quede nadie».
«En este soberbio viaje al corazón del silencio y de la soledad, el poeta sabrá al final que el destino no es otra cosa que el verse a sí mismo, inocente y vulnerable a las leyes de la circularidad pitagórica; observarse y observar ese yo, como el futuro, en permanente fuga que le harán exclamar con hondo dolor «qué quedará de mí / en este lugar, / cuando apenas se sujeten / los últimos bancos del parque», cuando ya no queden libros por leer», escribí a propósito de Dimensión de la frontera, y traigo este párrafo para poner de relieve que la poética de Álex Chico no se basa en impulsos de inspiración, sino en una idea a partir de la cual, como el filósofo, reflexiona sobre la condición humana y su naturaleza. De hecho, ante la deserción de los filósofos en favor de la sociología, es al poeta a quien le cabe la tarea de avanzar hacia el conocimiento y Álex Chico parece haberla asumido con responsabilidad.

jueves, 23 de mayo de 2013

TUYA ES LA VOZ, Amelia Díaz Benlliure


Así como en Manual para entender las distancias, la poeta Amelia Díaz Benlliure proponía un acercamiento entre los unos y los otros a partir de un lenguaje amoroso, en Tuya es la voz (El Bardo, 2013), hay un anhelo de restablecer el orden de la justicia en el mundo a partir de una concepción dramática del poema que se organiza sobre una idea dialógica que progresa revelándonos las fluctuaciones sentimentales y éticas del alma humana. Lo que sigue es el prólogo que firmé para este libro, que concluye con un lírico y emotivo epílogo del poeta castellonense Marcelo Díaz.

Stanislaw Lem afirma en Un valor imaginario que el prólogo es un género esclavo de la obra a la que vive encadenado y reclama para él su liberación y «títulos de nobleza». Más adelante añade que el prólogo es «un sobrio entrar en materia, dictado por la dignidad y la responsabilidad, una garantía avalada por la firma del autor o, en otras ocasiones, una manifestación –forzada por las conveniencias sociales, superficial aunque amigable- del compromiso, en realidad simulado, que una persona revestida de autoridad contrae con el libro».
Más allá de la ironía, el maestro polaco pone de relieve, por un lado, la función del prólogo -«un sobrio entrar en materia dictado por la dignidad y la responsabilidad»- y por otro, el «compromiso» de su autor con la obra que introduce. La connotación de estos elementos que atañen al prólogo y al prologuista apuntados por Lem  tiene que ver con la convicción de que, como escribí en cierta ocasión,  «la escritura es una exigencia moral que da forma al fluir de la vida, un modo de ordenar el mundo y restablecer el equilibrio, la justicia, mediante un esfuerzo supremo del espíritu.[…] Escribir bien es el camino que los poetas emprenden para familiarizarse con las exigencias del lenguaje para que éste les revele las diversas dimensiones de la realidad. Lo esencial de las historias que conforman la historia del mundo y de lo que subyace en el alma humana».
En Tuya es la voz, Amelia Díaz Benlliure cumple con estas premisas a partir de una historia particular que proyecta su verdad esencial sobre la comunidad. El libro, articulado como un espejo poético, confronta la memoria, la realidad de la historia, con sus proyecciones especulares en un gesto desesperado contra el olvido que hace posible la impunidad [Hay un zumbido en zigzag, / un gemido profundo / del otro lado de la luz, / una habitación sin colores, / un mundo ficticio / asomado al cristal.] Y es ese zumbido desgarrador el que, al rayar el cristal, hiere y llena la piel de gritos en un mundo donde la injustica no es más que la ironía / de una cinta de Möbius / inmortal.
Hay en la poesía de Díaz Benlliure un profundo anhelo de justicia que ordene el mundo bajo los parámetros de la felicidad y la belleza. Sin embargo, la poeta sabe que quizás la poesía no tiene ese poder transformado que se le atribuye, pero, como decía William Faulkner de la literatura, una cerilla encendida que no alcanza a alumbrar el camino pero nos hace ver cuánta oscuridad nos rodea. De que aquí que sus versos afirmen que para salvarnos de la desdicha no sirven los ojos sino las manos y la voz. Esas manos que hablan con la inocencia de los niños y a las que se aferra el miedo, y la voz que llena el espacio y se alza con ánimo de faro dejando sus huellas para que las líneas de las manos que hablan cuenten lo que han visto impidiendo que la memoria de los huérfanos naufrague en el olvido. [Sus manos contaron memorias / de los niños sin padres]. Porque la niñez es la patria, el paraíso de la memoria de la que el ser humano es desterrado al futuro, definición del espacio/tiempo hacia donde, como en la retorcida ironía de Möbius, viaja el ser con ánimo de regreso sin llegar a entender que la partida lo ha condenado a la extrañeza. [La infancia es / la patria del exiliado. / Somos emigrantes / en un futuro extranjero.] De aquí la insistencia de la poeta en la pertenencia común que atribuye a la voz a partir del otro. Ella no dice mi voz sino nuestra es tu voz, la voz del padre, expresión del nosotros y de las cosas que simbolizan el estar en el mundo. Ese lugar donde el ser encarnado se realiza a pesar de la injusticia y de la oscuridad y en el que, como un sino vital, pretende restablecer un equilibrio del que siente nostalgia, pero que quizás es un espejismo, fruto de la desmemoria, de un estado que nunca existió. [Caducaron los tiempos, / las noches de azul, / cuando creía ser / peldaño intermedio / de sus oropeles, / pausa necesaria de sus manos.]
Ante la debilidad de esa fe que se ríe como arena / huída entre los dedos, / cuando se quiere atrapar / un pretexto de esperanza, la voz, la voz del padre a quien se entregan las palabras, aparece como una imperiosa necesidad existencial de creer que la memoria que justifica y explica el mundo no se perderá en boca de quienes riegan crisantemos y en vano arrojan guijarros sobre los úteros vacíos de la Tierra.
Tal vez para otros no sea este el sentido hondo de Tuya es la voz, de Amelia Díaz Benlliure, pero la poesía, como gesto humano que nos acerca al abismo y trasciende cualquier liturgia, sienta en cada uno de [nos]otros un matiz de voz distinto que señala igualmente caminos diferentes.

lunes, 20 de mayo de 2013

SAFARIS INOLVIDABLES, Fernando Clemot


Safaris inolvidables (Menoscuarto, 2012), de Fernando Clemot, consolida a uno de los escritores más serios y rigurosos de las nuevas generaciones de narradores españoles. Si ya en su novela - El libro de las maravillas- hacia una propuesta arriesgada sostenida por su confianza en el lenguaje para descubrirnos el desesperado aferrarse a la vida de personajes agónicos, aquí entra de lleno en el paisaje desolado y desolador que deja el desamor.

A partir de un recurso ingenioso y muy acorde a estos tiempos dominados por las nuevas tecnologías, Fernando Clemot propone una serie de excursiones virtuales que sobrevuelan los territorios sentimentales de la memoria. Pero, desde el mismo título se advierte que no son excursiones turísticas, sino safaris, es decir, partidas de caza mayor en las que el protagonista tratará de recuperar el sentido perdido de un amor que en su presente sólo aparece como una pieza sin vida, como un trofeo clavado en alguna parte de su ser.
Sentía tu calor en la cama y tu naturaleza me es ahora tan desconocida como el más negro y perdido de los cuerpos celestes. Es así cómo el abandonado siente en el curso de su viaje virtual al pasado que tampoco él puede escapar a las leyes de esa mecánica celeste que lo extraña y lo aleja indefectiblemente de aquello que amó y que creyó inmutable en el tiempo y en su ser; como si la vida y lo vivido tuvieran la consistencia de la mirada, acaso su misma naturaleza, y trascendieran ese carácter complementario que se desprende de la cita de El hombre que mira, de Alberto Moravia. 
Y de aquí surge otro aspecto importante del texto -entendido éste como tejido narrativo- que constituye Safaris inolvidables. Un aspecto vinculado a la tradición literaria deslindada del relato como conjunto de historias particulares que inducen a la redacción de libros que son en sí mismos catálogos de narraciones temáticas autónomas. Fernando Clemot es un escritor convencido del poder de la escritura y, aunque utilice recursos que parecen concesiones a la modernidad, es fiel a esa corriente de la literatura que ha prevalecido a través de los siglos y que trasciende las modas y las políticas editoriales mercantilistas. En este sentido, Dos fotos que tomé en el Writers debe tomarse no sólo como un sentido homenaje a Dublineses, de James Joyce, sino también como la piedra angular del orden que rige Safaris inolvidables y su verdadera poética narrativa. Una poética que reconoce la fugacidad de todo cuanto es y acontece en el mundo y que revela la escritura como una mirada que trata de fijarse en la memoria aunque acabe disuelta, extinguida, del mismo modo como se extinguen las lenguas y pierda todo lo dicho. Porque toda lengua es, como ser viviente, «un animal de larga vida». Ninguna lengua muere de golpe, en el mundo de las lenguas no existen los accidentes cardiovasculares ni las muertes súbitas. La extinción de una lengua es tan lenta y triste como la de una arboleda, tienen las lenguas una agonía de saurio...Y al final, las historias de amor, como las historias de las lenguas y de los textos escritos, dejan tras de sí esos territorios que prefiguran para el viejo predador una topografía muerta de la memoria.

domingo, 3 de febrero de 2013

CINCO ITINERARIOS PARA UNA NOVELA FUTURA, Juan Miguel Ariño



Juan Miguel Ariño, en Cinco itinerarios para una novela futura (Sangrila, textos aparte, 2012), eleva al lector a la categoría de protagonista de la fabulosa aventura de leer. De hecho, este libro no es un ensayo sobre algunos de los más grandes escritores de los siglos XIX y XX, sino una emocionante y reflexiva exploración por los universos creados por Dostoievsky, Proust, Mann, Ford y Bolaño, pero también de otros grandes narradores con quienes éstos mantuvieron un rico diálogo contemporáneo o histórico.

Juan Miguel Ariño, quien con el seudónimo de Jimarino mantiene Los perros de la lluvia, uno de los blogs literarios más interesantes y sólidos en sus contenidos, tiene la extraordinaria habilidad de dejar fluir sus lúcidos pensamientos y observaciones tramando en su escritura la tensión dramática que se suscita entre su experiencia vital y las vivencias generadas por la lectura.
Tras una introducción en la que fundamenta las razones que guiaron la elección de los itinerarios dado que «cualquier recorrido posee un trayecto alternativo al menos», Ariño entra de ello en materia introduciéndose e introduciéndonos en la experiencia dialógica de esos dos colosos de la literatura universal moderna, como son Fiodor Dostoievsky y Lev Tolstoi, y las motivaciones que inclinaron sus simpatías por el primero. De este modo, con frescura y sin manierismos ensayísticos, Juan Miguel Ariño trasmite la experiencia emocional de un lector inteligente que se adentra en los territorios cuyos paisajes se sustentan en los sustratos de una secular geología literaria. 
Si la literatura es un organismo vivo que lucha contra el tiempo, para Juan Miguel Ariño, como él mismo lo confiesa espotáneamente, también lo es la lectura, la cual se modifica y cambia los puntos de vista, fenómeno que se hace explícito en su capítulo dedicado a Marcel Proust y que no en vano titula Proust. El tiempo literario y la memoria. Este apartado, que incluye a James Joyce, constituye uno de los momentos más brillantes del libro y su lectura, lo reconozco, me llevó a buscar y releer El tiempo recobrado al dar de este libro una perspectiva novedosa y enriquecedora acerca del tratamiento del tiempo y las vivencias del narrador-personaje. Igualmente interesantes son sus apuntes sobre Thomas Mann y La montaña mágica que trasuntan la decadencia de una cultura, la europea, cuya agonía se prolonga hasta la recién iniciada segunda década del siglo XXI no obstante haber provocado dos cataclismos bélicos y haber sido incapaz de evitar el horror y el predominio de las fuerzas del mal que hoy controlan el mundo.
Menor tensión tienen los capítulos dedicados a Richard Ford y Roberto Bolaños, un autor éste que, a pesar del empeño de muchos críticos y del amor de Juan Miguel Ariño, su escritura sigue pareciéndome impostada. Pero esto es una cuestión de afinidad y gusto, que no viene al caso. Lo que si cabe es la inteligencia y la lucidez con que Ariño lee y comparte sus lecturas haciendo de éstas una emoción apasionada y seductora para quienes aman la literatura mayor.

viernes, 25 de enero de 2013

O LAS ESTACIONES, Antonio Tello

Por Álex Chico
[Reseña publicada con el título de «La inmovilidad de las estaciones», en el número 18, de la revista de poesía «Nayagua», editada por la Fundación Centro de Poesía José Hierro.]

O las estaciones (Editorial In-Verso, 2012, prólogo de Carlos Morales) el nuevo libro de Antonio Tello, no comienza con un poema. Su puerta de entrada es una reproducción de Eros y Psique, en aquella versión ya mítica que esculpió Antonio Canova. Esa imagen que precede a los textos es ante todo una declaración de intenciones. 

Como Canova, Tello buscará el momento exacto en donde dos amantes puedan existir por sí solos, al margen de lo que les rodea, en un espacio que les sirva como refugio y pueda albergar la excepcionalidad del amor. Su forma de ocupar un tiempo paralelo. La disyuntiva del título, el hecho de no saber qué existía antes de esa conjunción, nos hace pensar que ese momento y ese lugar aparecen desde la nada. No sabemos qué ocurrió antes, ni sabremos qué sucederá después de las estaciones. El poeta nos propone habitar un paréntesis, un territorio capaz de situarse dentro y fuera de una frase. Protegido y, a la vez, expuesto, a la intemperie. Ese es el espacio elegido por Antonio Tello para situar el encuentro amoroso.
Más allá de esa imagen, la cita inicial de Novalis (la única que aparece en el libro, por cierto) es igualmente significativa. Se trata de un fragmento de El desposorio de las estaciones, en donde el poeta romántico defiende la unidad, la confluencia de tiempos y espacios, la necesidad de aunar caracteres y emociones como única forma de alcanzar la plenitud y el deseo. Así quedará superada, al fin, esa “fuente del dolor”. Esta, podríamos decir, es la premisa de la que parte O las estaciones, tal y como se avanzaba en la escultura de Canova. Un tiempo, un lugar, únicos y excepcionales.
Desde el primer poema (sin título, como todos), Tello nos adentra en una geografía muy particular, una cartografía mítica que no reniega (todo lo contrario) de su raíz fieramente humana. Como indica Carlos Morales en el prólogo, O las estaciones no es un poemario que persiga ningún alarde culturalista o irracionalista. Es, nos dice, un libro que “emplea un espacio mítico para adentrarse en la laberíntica y compleja experiencia del Amor”. Una geografía impresionista y simbólica (“El río es silencio que fluye. Lo / que oímos no es el rumor del agua”, “¿quién puede saber si el claro es suspiro / de la fronda o impronta de una estrella?”). Un espacio concreto (el bosque) en donde todos los seres naturales intervienen en el encuentro amoroso. La voz poética será la de un testigo privilegiado de ese suceso, dinámico e inmóvil a la vez (“las aguas/ corren serenas.”). Aquí reside uno de los aspectos más interesantes del libro. Me refiero a su capacidad para combinar dos estados: la quietud, serena y sosegada, y el desplazamiento constante, ininterrumpido (“Aunque el árbol envejezca, no/ se altera la eternidad del bosque”). Se trata de una mansedumbre convulsa, agitada, donde todo ocurre a partir de impresiones o destellos. Sin duda, dos de los recursos que mejor generan esas imágenes son el verso corto, aquí constante, y el asíndeton, que el autor emplea con frecuencia: “Se abrazan. Y en el abrazo/ son. El fragor. La tormenta. El tumulto/ de las nubes. El relámpago del verano./ Ajenos al dolor./ Se entregan. Los amantes”. Tello interroga constantemente al lector, lo sacude y hace partícipe de esas preguntas. Emisor y receptor se cuestionan, entonces, cuál es la dimensión del locus amoenus y hasta dónde alcanza la reunión de dos amantes. De ahí lo pertinente de las continuas interrogaciones: “¿Cómo transitar sus veredas sin el hilo de tu nombre?”, “¿Es eternidad lo que hay entre un ocaso y otro?”, “¿Existes hada del bosque más allá de mi deseo?”. Ante todo, se busca ese instante perpetuo, aquel que logre burlar sus propios límites y sea capaz de trascender más allá de un período concreto, caduco. La poesía, en su más amplio sentido, encuentra aquí su tiempo más idóneo, al situar aquellos momentos que, ya fijados por escrito, permanecerán para siempre en la conciencia del lector: “Ambos dibujan grafías/ de ausencia en el aire. / Trazos de la / última mirada sobre el horizonte”, “Quedan flotando. Un instante en suspenso y caen. / Caen sin prisa oxidando la nieve”. La función del escritor consiste, a menudo, en capturar dichos elementos poco antes de que desaparezcan. En esto reside una de sus habilidades más notables. Uno de esos motivos que, de alguna forma, justifican su tarea.
En ese proceso, como dijimos, hay un diálogo entre lo que viene de fuera y lo que ocurre dentro. Se produce una inquietante identificación o un movimiento constante de ida y vuelta, de tal manera que todo, al final, participa con un mismo objetivo. Se cumplen así aquellas palabras iniciales de Novalis. Todo forma parte del amor y todo interviene en tal proceso. Se suceden, siguiendo ese camino, las metáforas y personificaciones: “¿Es quizás tu risa la que trae las lluvias?”, “Y llegado el invierno eres tú el agua/ que corre bajo el  hielo del río”, “Al árbol le duele la violencia del viento”. En O las estaciones existe un panteísmo amoroso, donde cada pieza que aparece desempeña su cometido. Para ello se combina lo general y lo particular, lo inmenso y lo nimio (“Traduce la / morera códigos de brisas. / Devana / el gusano hilos de nubes”, “el destino del árbol / no se lee en las estrellas, / sino en las líneas de sus ramas”). La naturaleza no es, por tanto, un telón de fondo. Es un ser más, un lugar con vida propia cuando es alcanzado por el fuego. Un espacio alegórico que queda siempre en suspenso, sin apenas sujeción. Su continuidad depende de la capacidad que tengan esos amantes de prolongar la llama de su deseo.   
Aunque la ausencia de títulos nos lleve a pensar que O las estaciones es un único poema, coral, poliédrico, son sus últimos textos los que mejor representan esa idea de unidad. Se trata de una sucesión de versos e imágenes trepidantes, voluptuosas, que van anticipando poco a poco el desenlace. El poema que cierra el libro persigue una estética creacionista, donde se funden, como en un juego, palabra e imagen. Poco o nada sabemos de lo que ocurrirá después. Apenas importa. El verso, o el amor, “sigue cayendo/ en el silencio”. ¿Qué quedará de ese bosque? ¿Qué sabremos de él cuando haya sido clausurado? ¿Cuál será el destino de esos amantes que lograron reunirse y que, por un momento, ocuparon el centro mismo del universo?
Al lector le corresponde averiguar la verdadera dimensión de esas estaciones.