viernes, 1 de junio de 2012

EL ARCHIPIÉLAGO, Friedrich Hölderlin
















La relectura de poetas iniciadores del romanticismo tiene la virtud de poner al lector en la perspectiva original de un movimiento literario que acabó trastornado por el yo que derivó hacia una poesía y una narrativa caracterizadas por el sentimentalismo costumbrista. El Archipiélago (edic. bilingüe de Alianza Editorial, 1979, estudio y traducción de Luis Díez del Corral) de Friedrich Hölderlin, es un poema que inaugura un modo de mirar al pasado que rescata aquellos valores que los pueblos necesitan para recuperar su felicidad.

Desde el mismo título -El Archipiélago- Friedrich Hölderlin hace partícipe al lector de su mirada admirativa de la antigua Grecia, la cual cobra la forma de una divinidad que se identifica en general con el mar. Sin embargo, con una magistral sencillez, el poeta elude el tópico laudatorio y comienza una narración que describe la naturaleza  luminosa del pueblo -el ateniense- que en comunión con las divinidades funda los mitos y valores de la cultura occidental. El poeta alemán no se detiene en la exaltación de las batallas o en la admiración de los monumentos sino en reconocer y reconocerse en el alma de ese pueblo capaz de luchar contra la barbarie y, con la ayuda de las divinidades, reconstruirse y proyectarse hacia el futuro. 
Hölderlin es un poeta profundamente religioso, pero no desde una conciencia contaminada por los dogmas y limitaciones eclesiásticas ni tampoco desde el panteísmo, sino desde su concepción de la divinidad como entidad que se reconoce en la obra del mundo y su armonía. La divinidad o las divinidades representan para él la fuerza numinosa que impulsa al individuo a superar lo más oscuro y primitivo que anida en su alma y así fundar los espacios de libertad de las comunidades. Guarini, citado por Luis Díez del Corral en su estudio premilinar dice que «Hölderlin es el único poeta al que se debe creer cuando dice que cree en los dioses». Éstos son para él esa «luz amiga» que ilumina y alegra la vida; esa luz que, no obstante su poder, necesita ceñirse a los «grises bucles» del humano mortal para justificar su propia existencia y, fuera de esa perfecta belleza huérfana, sin embargo, de destino en la que existe, reconocerse en la intimidad humana. 
La originalidad del teísmo del poeta alemán radica en que el hombre habita el mundo para humanizar la divinidad. De aquí que la naturaleza aparezca íntima y cálidamente vinculada a la vida de los hombres. Una vinculación que, al desaparecer, permite que las fuerzas de la barbarie se impongan y devasten el mundo, como pretendieron y casi lograron los persas antes de ser derrotados ese día luminoso en que libraron la batalla naval de Salamina. Desde esta perspectiva, Grecia representa para el poeta un instante luminoso de la civilización, el encuentro culminante entre los dioses y los hombres, entre el mito y la historia, la cual, como dice Díez del Corral, «es justamente historia porque se realiza desde los dioses y a ellos conduce». Aunque cabe recordar que tal realización es asimismo apelación, interrogación y acción de los hombres que sienten en su espíritu la magnitud de lo creado. Un espíritu cuya fuerza transformadora y restauradora de los valores que fundan la felicidad del pueblo se manifiesta cuando el héroe es capaz de reconocerlo y sentir su latencia en la comunidad, depositaria del «espíritu del tiempo» y del rumbo de la historia. De aquí que cuando el hombre no siente la magnitud del misterio deja de tener sentido la historia y la realidad se reduce a un presente dominado por la acción y producción de lo intrascendente que lo aliena y esclaviza.
El Archipiélago no es un ditirambo de la antigua Grecia, sino una mirada a un momento luminoso de la historia desde un lugar, su patria, que el poeta percibe sumida en la desorientación y a cuya felicidad pretende contribuir con dicha mirada. El poema se construye así como una nave en la que las palabras con que ha sido construida guardan su sentido original. Un lenguaje poético sustantivo, preciso, en el que el adjetivo y el adverbio no son elementos ornamentales, sino recursos que «ennoblecen» aquello que nombran, cosa que el romanticismo posterior, bajo el imperio de los sentimientos, tenderá a olvidar para edulcorar y malversar la realidad teñida de hollín del industrialismo. Este lenguaje y la honestidad del poeta constituyen el secreto en el que se asientan la belleza y la musicalidad de un poema excepcional.