domingo, 22 de abril de 2012

EL LIBRO DE LAS MARAVILLAS, Fernando Clemot

Fernando Clemot (Foto: Carme Esteve)













En El libro de las maravillas (Ediciones Barataria, 2011), Fernando Clemot hace una propuesta literaria tan arriesgada como ambiciosa en su significación. El resultado es una novela sostenida por una sólida narratividad a través de la cual surgen personajes agónicos que hacen de su último aliento un canto a la vida.

En la escena final de Blade Runner, el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) después de evitar que Rick Deckard (Harrison Ford) se precipite al vacío, se sienta con una paloma en sus manos y, mientras llueve, le dice: «He visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves más allá de Orión, he visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser...todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir». Esta es precisamente la piedra angular de El libro de las maravillas, de Fernando Clemot. La memoria de lo vivido como huella única y fugaz de la existencia humana. Todo se perderá cuando llegue la hora de morir. 
Clemot construye su relato situando sus personajes en una isla, trasunto del mundo, a la que apenas llegan ecos del exterior. Dicha isla es una clínica de enfermos terminales que, a través de la mirada y las vivencias del señor C., se enfrentan a sus días finales y hacen del relato de determinadas experiencias y de la posibilidad de su escritura un desesperado intento de encontrar un sentido a sus vidas, a sus frustraciones y, sobre todo, de no perderse «como lágrimas en la lluvia». Pero no es la película de Ridley Scott el punto de partida de Clemot, sino el vínculo que Marco Polo establece en la cárcel de Génova con otro preso llamado Rusticello de Pisa, a quien hace el relato de sus viajes por Oriente. El libro de las maravillas.
El señor C., después de que se le diagnostica que tiene los días contados y decide ingresar en la clínica para ser atendido debidamente, hace un balance de su vida y constata que toda ella es una secuencia de frustraciones. Pensándola como un relato, se le ocurre que si cambia el final quizás logre dar con el sentido de su existencia. Es así como la escritura surge como un modo de rehacer ese pasado no sólo a través de sus recuerdos, sino también de los recuerdos de otros pacientes. Para llevar a cabo su propósito, el señor C. adopta el papel de Rusticello, un individuo que viaja a través de los viajes de otros que, como él, ansían saldar cuentas con su pasado y con las culpas que arrastran y han condicionado sus biografías.
La escritura se convierte así en el asidero fundamental de la memoria, la existencia que resiste la acción erosiva del tiempo y de la muerte. Pero, la escritura no es inocente y en su acontecer le revela al protagonista que el recordar es una forma de vaciarse, de ir hacia el «naufragio, a la luz que nos ilumina hacia la terca lucidez de la nada» y que él no es Rusticello como creía, sino «Marco Polo, un viajero que narraba para sí mismo [que trazaba vidas paralelas que le] hicieran olvidar lo gris que resultaba la real.» Pero, a pesar de este esfuerzo titánico, el señor C. no puede evitar lo inevitable y la memoria y la percepción de la realidad acaban antojándose elementos inestables y poco fiables a medida que sucumben ante la incertidumbre de la muerte. En este momento el lector, con su alma atravesada por un relámpago de verdad, cierra el libro como si cerrara tras él la puerta de la clínica, la puerta de una cárcel genovesa, donde un soldado pisano oye y escribe el relato de un aventurero veneciano que se resiste a morir. 

sábado, 14 de abril de 2012

LEVANTAD CARPINTEROS LA VIGA MAESTRA / SEYMOUR: UNA INTRODUCCIÓN, J.D. Salinger

J.D. Salinger














Levantad carpinteros la viga maestra y Seymour: una introducción (Bruguera, 1977, trad. Aurora Bernárdez), de J.D. Salinger, es una novela compuesta de dos relatos complementarios. Una obra que consuma el universo literario del creador de El guardián entre el centeno y expone al lector los fundamentos de la convicción según la cual toda ficción es «experiencia sobredimensionada».

El lector, aun aceptando ser un «observador de pájaros», como lo llama el propio Salinger, no puede evitar sentirse arrastrado por las diversas corrientes interiores que atraviesan el relato y vivir desde la lectura la fractalidad que caracteriza la realidad del universo y que rige un orden invisible a los ojos pero no al espíritu. He de reconocer que la relectura de todo Salinger me viene dada por la lectura de la magnífica biografía de Kenneth Slawenski, cuyas inteligentes observaciones iluminan el análisis a sabiendas, como él mismo afirma, de que toda reseña es, en este caso, «inestable».
Ambos relatos son el trasunto de esa «experiencia sobredimensionada» cuyos vectores son las biografías espirituales de los hermanos Seymour y Buddy Glass y del propio Salinger, a través de las cuales se configura una visión de la existencia en la que las tensiones entre las fuerzas contrapuestas que rigen el universo y la voluntad determinan la vida y las conductas de los seres humanos. Desde este punto de vista, la escritura de Salinger, deudora de las filosofías y poesía orientales, urde una realidad de varias capas a las que se puede atravesar mediante la fe. Este es el sentido del cuento zen que Seymour Glass lee a su hermana Franny al comienzo de Levantad carpinteros...: ver lo que se tiene que ver gracias al «mecanismo espiritual».
Este es el modo cómo es presentado Seymour Glass, quien para sorpresa del lector sólo vive en la memoria de  su hermano Buddy, el narrador y alter ego de Salinger. Para ambos, narrador y autor, Seymour es el arquetipo del poeta, cuya conducta nunca será comprensible del todo y cuya aceptación exige una profesión de fe, como el verdulero del cuento zen para descubrir el mejor de los caballos. Esto es así, porque para Salinger, la verdadera espiritualidad es la poesía y Seymour Glass, cuya muerte y sus circunstancias son relatadas en Un día perfecto para el pez banana, encarna al verdadero poeta. Aquel que «no elige su material» sino que éste lo elige a él. La evocación del relato zen, así como la pedrada con que siendo niño Seymour golpea a una niña, constituyen la viga maestra, el sentido moral que se proyecta sobre el desarrollo de la narración de Buddy, quien ha viajado a Nueva York para asistir a la boda de su hermano y éste deja plantada a la novia en la iglesia. ¿Cómo entender el desenlace del relato sin tener presente el cuento zen? 
Seymour...es, por otra parte, un ejercicio magistral de Salinger, quien, a través de Buddy, trata de un escritor que escribe un relato y que al mismo tiempo hace al lector las confidencias de las dudas y temores que asaltan al autor en el instante de la creación. Como afirma Slawenski, hay aquí «tres narraciones paralelas, dos biográficas y una autobiográfica» y «ninguna de ellas es permanente ni lineal» a través de las cuales Salinger no sólo se resigna a disolverse en su propio universo ficcional, sino que se reafirma en el compromiso del artista con su propio destino, es decir, su obra, cuya verdad es la convicción, la fe, con la que la crea. Una obra transida por el dolor pero también por el gozo que representa la vida.
La victoria de J.D. Salinger sobre todos los editores, incluidos los de The New Yorker se debió precisamente a esta fuerte convicción sobre la autenticidad de su misión como escritor. Si bien en determinados momentos de su carrera trató de contemporizar, finalmente impuso sus propias ideas técnicas y estilísticas y les demostró que quien ostenta el don de la creación es el escritor -que él identificaba con el poeta- y no los mercaderes de sus escritos. Pero los tiempos de J.D. Salinger eran otros, porque en los actuales, casi con total seguridad, la lectura de sus cuentos y novelas no hubiesen pasado el filtro de los editores de mercado, quienes, temerosos de no alcanzar la venta de cinco mil ejemplares los hubiesen condenados al infierno de lo «literario».

lunes, 9 de abril de 2012

LA PROPIA HABITACIÓN, Ana Rodríguez de la Robla

















La propia habitación (Valnera Literaria,  2010), de Ana Rodríguez de la Robla, es un libro cuya singularidad consiste en despertar los cinco sentidos del lector y descubrirle que cualquier cosa siempre que observe  le cuenta algo que la realidad evidente le vela. Es así que la lectura supone un desvelamiento del objeto o de la escritura convertida en objeto.

Ana Rodríguez de la Robla, quien ya sorprendió a este lector con su original La última palabra, pertenece a esa estirpe de poetas para quienes el estudio y la lectura son actos de lucidez y reflexión esenciales para alcanzar y revelar el conocimiento. Su sensibilidad, inteligencia y cultura reivindican y devuelven el prestigio al concepto de intelectual y a su encarnación.
La propia habitación reúne una colección de breves e intensos ensayos en los que la historia y el arte son trasuntos del ser y estar en el mundo y su escritura una suerte de sonrisa de Eva. Aquella que, seguramente, surgió en los labios de la primera mujer justo después de morder el fruto y tentar a Adán con la húmeda luminosidad de sus dientes. Quiero decir que el placer que suscita la lectura de La propia habitación trae consigo las visiones de quienes han de parir con dolor y ganarse el pan con el sudor de la frente y al mismo tiempo de la reivindicación de su condición humana y de su derecho a saber rebelándose contra «la insidia de los dioses». Significa esto que leer este libro es entrar en un laberinto, para cuya aventura De la Robla, como Ariadna, ofrece al lector más de un hilo para que no se pierda, porque ella bien sabe que el laberinto no es uno. «Los espejos son a Borges lo que la navaja de Ockham: multiplican los entes innecesariamente», dice De la Robla, pero también, en el mundo actual, en el que, tal vez, en su punto de fuga cuelgue la dantesca advertencia: Lasciate ogni speranza, voi ch'intrate, el «espejo es un sistema ético en un tiempo que carece de sistemas y, sobre todo, de ética». A partir de la expulsión del Paraíso o del seno del Ser, por decirlo con un matiz agnóstico, el ser humano se ve abocado a entrar en el laberinto y, a pesar del «terror a lo oculto» y de la incertidumbre, atravesar los reflejos «que tiemblan» con la conciencia de «sumergirse en lo que somos como en un mar inmundo - a veces dulce- de fractales». 
Uno de los hilos principales que impiden la muerte definitiva, el cordón umbilical que vincula al individuo con la vida y el lógos es el lenguaje. «El discurso es un hilo» con el que el varón aspira a hilar la historia y el poeta - «que en latín encubre sexo de mujer»- a vaticinar desde el conocimiento. «Quedarse en la mera superficie es placentero y rutinario como un atardecer [...] Por el contrario, mirar con los ojos del conocimiento significa situarse en el camino engañoso de Tebas [...] adoptar la implantada visión de la memoria: sus lentes ahumados que enfocan por igual las victorias y la muerte». 
Dotado de la palabra -«ombligo que ahonda en la tiniebla buscando la luz»-, el hombre tiene la opción de habitar el mundo como un atardecer o lanzarse a la búsqueda de la verdad. «El hombre [...] con su sombra conforma en sí un espejo y su reflejo, un Jano de dos rostros inquietantes; ninguno de ellos puede reconocer al otro si no media el conocimiento del pasado». De aquí que, como dijera Valle-Inclán, según cita De la Robla, las cosas no son como son sino como las recordamos y «esa distancia entre el ser y el recordar es el pantanoso territorio donde todo ocurre y donde todo se resuelve», cuando todo ha muerto y «el lenguaje se convierte en la mortaja del recuerdo, en obediente profetisa del final.»
Con un prosa precisa que, por momentos alcanza un alto vuelo poético, Ana Rodríguez de la Robla ha concebido este libro como un estanque lleno de reflejos, cuya lectura y consiguientes relecturas deparan una intensa experiencia espiritual. Una visión profunda y abarcadora de los hilos entre la creación y la muerte, entre la vida y el arte, porque éste «sucede». Porque «el arte, pues, es un recodo del tiempo, es una espera.». Y la lectura, como escribe Pascal Quignard, uno de los ecos que se oyen en este libro, «un rapto del alma.»

domingo, 1 de abril de 2012

LA NIÑA DE LA COLINA, Felipe Sérvulo






Con La niña de la colina (In-Verso, 2012), Felipe Sérvulo da un admirable paso adelante en una obra poética caracterizada por su insistencia en expresar los sutiles matices del sentimiento amoroso. Lo hace con radical  sencillez, pero, como acertadamente apunta el poeta Enrique Badosa en el prólogo al libro, ello no le supone negar «el misterio que, mucho más allá del superficial enigma, sustenta todo el poema» en su intencionada proyección hacia la plenitud.

La niña de la colina -libro muy bien editado por In-verso- si bien aparece como una compilación de versos,  cada uno con un significativo y revelador título, pronto el lector percibe que está ante una obra que se articula con la coherencia misma del sentimiento que indaga, de modo que al final tiene la sensación de haber contemplado, y de seguir haciéndolo, un estanque al que la luz se refracta en múltiples y fugaces reflejos. 
Aunque el tema amoroso es el más tratado y abordado del quehacer poético, sólo los poetas pueden abordarlo soslayando el tópico romántico que arrastra consigo el verso edulcorado o el erotismo de consumo. Felipe Sérvulo es poeta y como tal recurre a un lenguaje de extrema delicadeza, casi desnudo de adjetivos hasta tal punto que cuando los utiliza cobran una dimensión significativa única. Una decisión de esta naturaleza trae consecuencias importantes que afectan la esencia misma del poema. Una de estas consecuencias es el transcurrir del tiempo en la historia, que no en el sentimiento, de los amantes. En este sentido, Felipe Sérvulo parece querer advertir al lector que el amor puede ser eterno o que quizás lo es, pero no quienes lo protagonizan pues ellos están sometidos no sólo a la acción del tiempo sino también de la historia y de todos los condicionamientos que atañen a la existencia individuada [Percibo el cansancio en tu mirada / y tus párpados llevan / el íntimo secreto de tantos  domingos / domados por la vida]. Es así que el amante descubre la cicatriz que hay en toda unión amorosa, evocación de una herida que nunca acabará de cerrarse [Tu mirada es un paisaje  / donde no me reconozco] y que lo abocará a esa radical soledad en la que sentirá el miedo a no ser nada
El amor es tiempo que huye dejando murmullos urbanos, desiertos, bares, oasis de nostalgia grabados en la retina del alma de quien amó y que fraguan su memoria. Y en ese pasar del tiempo queda la esperanza del sueño, la del arduo empeño a que la tarde vuelva, para perpetuar ese sentimiento que, no obstante, suele dejar a los amantes náufrago sin faro / apenas sueños. Pero, en todo este dramático transcurrir en el que los amantes sienten la plenitud del gozo que los identifica en uno hasta que el dolor, cualquiera sea la razón que lo produzca, los separa, la huella puede dibujar la estela de una última esperanza: la palabra, pionera del lenguaje, / en este tiempo sin ternura. La palabra obra, puede obrar, la ensoñada porfía de los universos paralelos en los cuales, quizás, ellos puedan volver a vivir lo vivido, como un bucle que contradiga eternamente la fugacidad en la que indefectiblemente acaban disolviéndose en el silencio, de aquí que Felipe Sérvulo, en sus poemas finales reconozca que su derrota es la música / que ya no escucho, / la luz que ya no veo, / la memoria de la promesa / que muere con el día... pero sin dejar de alimentar en su alma la convicción de que todo se hace nuevo con el silencio.