Por Álex Chico
[Reseña publicada con el título de «La inmovilidad de las estaciones», en el número 18, de la revista de poesía «Nayagua», editada por la Fundación Centro de Poesía José Hierro.]
O las estaciones (Editorial In-Verso, 2012, prólogo de Carlos Morales) el nuevo libro de Antonio Tello, no comienza con un poema. Su puerta de entrada es una reproducción de Eros y Psique, en aquella versión ya mítica que esculpió Antonio Canova. Esa imagen que precede a los textos es ante todo una declaración de intenciones.
Como Canova, Tello
buscará el momento exacto en donde dos amantes puedan existir por sí solos, al
margen de lo que les rodea, en un espacio que les sirva como refugio y pueda albergar
la excepcionalidad del amor. Su forma de ocupar un tiempo paralelo. La
disyuntiva del título, el hecho de no saber qué existía antes de esa conjunción,
nos hace pensar que ese momento y ese lugar aparecen desde la nada. No sabemos
qué ocurrió antes, ni sabremos qué sucederá después de las estaciones. El poeta
nos propone habitar un paréntesis, un territorio capaz de situarse dentro y
fuera de una frase. Protegido y, a la vez, expuesto, a la intemperie. Ese es el
espacio elegido por Antonio Tello para situar el encuentro amoroso.
Más allá de esa
imagen, la cita inicial de Novalis (la única que aparece en el libro, por
cierto) es igualmente significativa. Se trata de un fragmento de El desposorio de las estaciones, en
donde el poeta romántico defiende la unidad, la confluencia de tiempos y
espacios, la necesidad de aunar caracteres y emociones como única forma de
alcanzar la plenitud y el deseo. Así quedará superada, al fin, esa “fuente del
dolor”. Esta, podríamos decir, es la premisa de la que parte O las estaciones, tal y como se avanzaba
en la escultura de Canova. Un tiempo, un lugar, únicos y excepcionales.
Desde el primer
poema (sin título, como todos), Tello nos adentra en una geografía muy
particular, una cartografía mítica que no reniega (todo lo contrario) de su
raíz fieramente humana. Como indica Carlos Morales en el prólogo, O las estaciones no es un poemario que
persiga ningún alarde culturalista o irracionalista. Es, nos dice, un libro que
“emplea un espacio mítico para adentrarse en la laberíntica y compleja
experiencia del Amor”. Una geografía impresionista y simbólica (“El río es
silencio que fluye. Lo / que oímos no es el rumor del agua”, “¿quién puede saber
si el claro es suspiro / de la fronda o impronta de una estrella?”). Un espacio
concreto (el bosque) en donde todos los seres naturales intervienen en el
encuentro amoroso. La voz poética será la de un testigo privilegiado de ese
suceso, dinámico e inmóvil a la vez (“las aguas/ corren serenas.”). Aquí reside
uno de los aspectos más interesantes del libro. Me refiero a su capacidad para
combinar dos estados: la quietud, serena y sosegada, y el desplazamiento constante,
ininterrumpido (“Aunque el árbol envejezca, no/ se altera la eternidad del
bosque”). Se trata de una mansedumbre convulsa, agitada, donde todo ocurre a
partir de impresiones o destellos. Sin duda, dos de los recursos que mejor
generan esas imágenes son el verso corto, aquí constante, y el asíndeton, que
el autor emplea con frecuencia: “Se abrazan. Y en el abrazo/ son. El fragor. La
tormenta. El tumulto/ de las nubes. El relámpago del verano./ Ajenos al dolor./
Se entregan. Los amantes”. Tello interroga constantemente al lector, lo sacude
y hace partícipe de esas preguntas. Emisor y receptor se cuestionan, entonces,
cuál es la dimensión del locus amoenus
y hasta dónde alcanza la reunión de dos amantes. De ahí lo pertinente de las
continuas interrogaciones: “¿Cómo transitar sus veredas sin el hilo de tu
nombre?”, “¿Es eternidad lo que hay entre un ocaso y otro?”, “¿Existes hada del
bosque más allá de mi deseo?”. Ante todo, se busca ese instante perpetuo, aquel
que logre burlar sus propios límites y sea capaz de trascender más allá de un
período concreto, caduco. La poesía, en su más amplio sentido, encuentra aquí
su tiempo más idóneo, al situar aquellos momentos que, ya fijados por escrito,
permanecerán para siempre en la conciencia del lector: “Ambos dibujan grafías/
de ausencia en el aire. / Trazos de la / última mirada sobre el horizonte”,
“Quedan flotando. Un instante en suspenso y caen. / Caen sin prisa oxidando la
nieve”. La función del escritor consiste, a menudo, en capturar dichos elementos
poco antes de que desaparezcan. En esto reside una de sus habilidades más
notables. Uno de esos motivos que, de alguna forma, justifican su tarea.
En ese proceso,
como dijimos, hay un diálogo entre lo que viene de fuera y lo que ocurre
dentro. Se produce una inquietante identificación o un movimiento constante de
ida y vuelta, de tal manera que todo, al final, participa con un mismo objetivo.
Se cumplen así aquellas palabras iniciales de Novalis. Todo forma parte del
amor y todo interviene en tal proceso. Se suceden, siguiendo ese camino, las
metáforas y personificaciones: “¿Es quizás tu risa la que trae las lluvias?”,
“Y llegado el invierno eres tú el agua/ que corre bajo el hielo del río”, “Al árbol le duele la
violencia del viento”. En O las estaciones
existe un panteísmo amoroso, donde cada pieza que aparece desempeña su
cometido. Para ello se combina lo general y lo particular, lo inmenso y lo
nimio (“Traduce la / morera códigos de brisas. / Devana / el gusano hilos de
nubes”, “el destino del árbol / no se lee en las estrellas, / sino en las
líneas de sus ramas”). La naturaleza no es, por tanto, un telón de fondo. Es un
ser más, un lugar con vida propia cuando es alcanzado por el fuego. Un espacio
alegórico que queda siempre en suspenso, sin apenas sujeción. Su continuidad
depende de la capacidad que tengan esos amantes de prolongar la llama de su
deseo.
Aunque la
ausencia de títulos nos lleve a pensar que O
las estaciones es un único poema, coral, poliédrico, son sus últimos textos
los que mejor representan esa idea de unidad. Se trata de una sucesión de
versos e imágenes trepidantes, voluptuosas, que van anticipando poco a poco el
desenlace. El poema que cierra el libro persigue una estética creacionista,
donde se funden, como en un juego, palabra e imagen. Poco o nada sabemos de lo
que ocurrirá después. Apenas importa. El verso, o el amor, “sigue cayendo/ en
el silencio”. ¿Qué quedará de ese bosque? ¿Qué sabremos de él cuando haya sido
clausurado? ¿Cuál será el destino de esos amantes que lograron reunirse y que,
por un momento, ocuparon el centro mismo del universo?