lunes, 31 de diciembre de 2012

LA EXPERIENCIA ABISAL / OBRAS COMPLETAS, José Ángel Valente


José Ángel Valente es sin duda una de las figuras poéticas más relevantes de la literatura castellana del siglo XX. Sus Obras completas (Galaxia Gutenberg /Círculo de Lectores, 2006), editadas por Andrés Sanchez Robayna, autor asimismo de un cuidado e iluminador prólogo, con el complemento de La experiencia abisal (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2004), dan al lector la visión de una poesía y una ensayística mayor cuya importancia ha estado solapada por las circunstancias históricas, políticas y literarias que le tocaron vivir.

José Ángel Valente
Ante el abismo el poeta descubre la oscuridad y el silencio, ese tiempo inmóvil donde nacen la luz y el sonido, los fundamentos del Verbo, el cual rompe la inercia de lo no dicho e inicia el movimiento de ida y vuelta al mundo. Un movimiento portador de la «energía creadora del absoluto», como refiere Óscar Pujol, que funda y re-crea el mundo en el espacio y en el tiempo.
En esta experiencia abisal, como él mismo diría, cabe situar a José Ángel Valente.  «Todo ha de enseñarnos a callar o a significar con lo que se dice lo que se calla. Tal es la razón del decir de lo indecible en lo que lo poético se funda», escribió en relación a la poesía de Edmond Jabès, pero que también cabe para la propia. Se trata así de una experiencia de naturaleza mística a través de la cual Valente, sin que pueda considerárselo un poeta místico, prolonga la tradición que, en la poesía castellana, inician Juan de la Cruz, Teresa de Ávila y Juan de Valdés. Hablamos de una visión del mundo y de una sensibilidad poética que, aplastadas por el peso del realismo peninsular, han conformado ínsulas extrañas desde el siglo XVI hasta el presente. Valente en su quehacer intelectual rescata el radical misticismo de Miguel de Molinos y sigue la estela espiritual de Antonio Machado, Vicente Aleixandre, el último Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, a quien hace carne suya consumido por la ansiedad de la influencia, como él mismo decía citando a Harold Bloom.
En el contexto marcado por ese «tiempo sombrío» del franquismo, Valente es el desterrado, el extraño, que alza sus ojos hacia otros horizontes y encuentra el eco de sus propias preocupaciones en poetas hispanoamericanos – César Vallejo, Vicente Huidobro y, entre otros, José Lezama Lima, quien se le aparece «como el verdadero fundador de la poesía»- y europeos  a quienes traduce – Edmond Jabès, Paul Celan, Constandinos Cavafis, John Donne, John Keats, Eugenio Montale-, y en las tradiciones místicas judía y árabe. «Quizás este conocimiento –como apunta con prudencia José Luis Pardo- dio a su palabra una densidad y un peso –una memoria- que resultaba incómoda para una sociedad como la española posfranquista, que, aunque fuera por motivos bien comprensibles, tenía urgencia por desprenderse de su pasado y por sumergirse en la tanto tiempo aplazada ligereza de la movida».
Esta incomodidad explica que su obra no haya proyectado su influencia en la poesía española en correspondencia con su dimensión poética. Pero, más allá de la mediocridad del entorno franquista y de la «ligereza» del posfranquismo, para Valente «el conocimiento poético» era la única vía para acceder a la «revelación de un aspecto de la realidad». Al contrario de lo que creen los escritores realistas, Valente sostenía que «el poeta no opera sobre un conocimiento previo del material de la experiencia, sino que ese conocimiento se produce en el mismo proceso creador». De modo que él, como poeta, «sabe siempre que aquello que comúnmente llamamos la voz de la Musa es en realidad un mandato de la lengua, sabe que no es la lengua la que le sirve de instrumento, sino que él es el medio del que la lengua se sirve para prolongar su existencia», según las palabras pronunciadas por Joseph Brodsky, en su discurso de agradecimiento del Nobel en 1987.
Es así que desde esta toma de posición, el poeta se ve abocado para revelar la realidad al esfuerzo de navegar hasta los confines significativos de la palabra, subir hasta sus farallones léxicos, otear la planicie que precede al tiempo sintáctico y asomarse al abismo. La inminencia de lo indecible. En ese momento el poeta siente que el aullido que nace en sus entrañas y atraviesa su mirada de carne regresa al poema no escrito; a ese poema construido con versos de palabras no dichas; ese poema sin voz que disuelve la vida y enfrenta al creador con el abismo, con el ser vaciado del ser, con el silencio. Pero la palabra, aunque reconoce su esencia en esa fuerza muda del tiempo, rompe el silencio y busca la voz del poeta que la ha llevado hasta allí para renacer. Es así cómo, sujeta a la vida, la palabra nos revela destellos del conocimiento y de la belleza, las formas perecederas del placer estético.
En esta experiencia abisal, la voz poética estalla en notas y palabras y, al estallar, el poeta asiste al soberbio espectáculo de unas notas y palabras que, como estrellas fugaces, se pierden en lo hondo del silencio, y de otras que, resistiendo a la poderosa atracción de éste, desnudas, nítidas y brillantes en su esencial significado, modulan armonías que evocan el misterio de lo creado, la secreta noción que funde el tiempo y la materia y prolonga la existencia humana. En ese momento, «siento que las palabras se hacen con las manos, como fue hecho el hombre, con barro», decía Valente. Es así que el propósito del poeta –voz del abismo- es preservar la raíz conceptual de la palabra poética, «por la que tú desciendes a las infinitas capas de la memoria» y, ante la verdad última, ampliar el territorio de las libertades y justicia sociales. En el territorio poético – nos dice José Ángel Valente- «la palabra se libera y nos libera»; «nos llama hacia su interioridad, que está formada por el infinito depósito de la memoria y de los tiempos».