Joan de la Vega |
Una luz que viene de fuera (Paralelo Sur Ediciones, 2012), de Joan de la Vega, es el poema de un poeta que siente dentro de sí la proximidad de la cima y presiente la infinitud de un mundo que la montaña oculta y que es trasunto espiritual del ser humano.
Desde que en 2002 se diera a conocer con Intihuatana («sin lugar a luz») Joan de la Vega ha ido marcando en sus distintos poemarios un afanoso proceso por encontrar su voz y el motivo por el cual su voz debe ser oída. Poco a poco ha ido avanzando -ascendiendo- en su esfuerzo explorativo hasta encontrar ese sendero que lo conducirá a la cima desde la cual intuye la visión del abismo que constituye el mundo. Ya esa aproximación era perceptible en la última parte de su Montaña efímera, donde la luz de la tarde descubre «huesos y neveros insepultos» en un lugar «sin nombre». Este el punto de enlace, el cruce de caminos, donde Joan de la Vega elige el sendero que lo llevará, ya vaciada su mochila, libre de ropajes, y con el solo aliento de una palabra sustantiva a la vivencia singular de la experiencia de la luz. De esa luz que cree que viene de fuera.
Joan de la Vega, quien sabe que la realidad evidente es apenas la borra de una realidad mayor, se despoja de toda retórica y, siguiendo el delgado hilo de la tradición mística española en cuyos extremos figuran Juan de la Cruz y Teresa de Ávila y José Ángel Valente y Antonio Gamoneda, establece para la lengua, para el lenguaje poético, una alianza conceptual con la poesía oriental -Lao Tsé, Li Po, Matsuo Batshò- como un recurso que le permita sustanciar el verso y concebir dentro del imaginario poético moderno el paisaje mutante, evanescente, «humilde», del alma humana.
Esa alma expuesta al fulgor de una luz exterior que cambia según las horas del día para sumergir al hombre hasta hundir las cosas / el mundo / a raíces y a merced del ojo oracular que confunde nuestra existencia. Ese ojo perturbador que se identifica con el pájaro de luz, esa «luz que habla», metáfora cara a la tradición cristiana, que fulmina la tarde, aniquila el tiempo, la materia y las criaturas que habitan el mundo. De modo que la noche es una engañosa retirada de esa fuerza terrible , la luz, que hace posible la experiencia de la soledad, la nostalgia de la vida que transcurre en la extranjeridad existencial -toda partitura de aire / rezuma destierro-, donde se concibe la idea de Dios como un amasijo de memorias disecadas.
En su ardua exploración, Joan de la Vega constata que la realidad -si no fuera / por la humildad / del paisaje / no habría lugar / donde enterrarnos- es ilusión de un yo que se pierde y que ese viento que le golpea la cara como un frío sintagma, que le hace sentir la esperanza de la vida, sólo es lenguaje. Es así como también lo percibía Octavio Paz cuando en El mono gramático escribe «la realidad más allá del lenguaje no es del todo realidad, realidad que no habla ni dice no es realidad...».