Durante mucho tiempo de mi vida de estudiante de literatura en Argentina tuve a Garcilaso de la Vega como el mayor de los poetas hispanos que inauguraron el Renacimiento siguiendo la estela de la tradición itálica de Dante y Petrarca. Sin embargo, ignoraba al verdadero artífice que había hecho posible un salto cualitativo tan importante en la historia de nuestra poesía lírica. Fue en ese momento que mi profesora de «literatura española» me hizo leer a Ausiàs March y todo se me hizo más claro y luminoso. March era el poeta que al modo de Dante utilizaba su propia lengua -el catalán en su caso- para romper no sólo con la hegemonía poética del occitano, sino para sentar las bases de una lírica dotada de una nueva musicalidad y de recursos expresivos más eficaces para conseguir un verso sin artificios ni ornamentos. Una poesía seca y despojada que alumbraba mi incipiente concepción de la escritura y mi preocupación por la economía y la síntesis.
El «descubrimiento» me llenó de un entusiasta deseo de leer a Ausiàs March en su ambiente y lengua originales. Cambié el obsesivo sueño de los poetas argentinos de visitar París, por el de pasar una temporada en Valencia, desde donde también me llamaba el fantasma de Joanot Martorell, cuya hermana, por cierto, fue la esposa de Ausiàs. Quiso la brutalidad militar, que en lugar de Valencia fuese a parar primero a París y después a Barcelona, pero no me olvidé de mi sueño. En 1978, Alfaguara publicó una edición bilingüe, con selección y traducción de Pere Gimferrer e introducción de Joaquim Molas que he mimado hasta que en 2004 Pre-textos dio a imprenta una edición bilingüe de Páginas del Cancionero a cargo de Constanzo Di Girolamo, autor asimismo de la introducción y de las notas, con la soberbia traducción al castellano del poeta José María Micó, quien bien sabe de mi devoción por Ausiàs March.