miércoles, 21 de mayo de 2008

El caso de una sangre derramada, Alberto Tugues

En El caso de una sangre derramada [Emboscall, 2008), con epílogo de Valérie Tasso y escenas de Jorge de los Santos, Alberto Tugues propone una serie de relatos singulares acerca de esos recovecos del alma que se esconden en los pliegues de la realidad cotidiana. Como poeta Tugues tensa la escritura y la narración como si fuesen un poema y en no pocos casos consigue que lo sean. Las citas de Cervantes y Beckett que encabezan el libro ya dan fe de una toma de posición estética que las primeras líneas de La balada de un perro solitario definen un poco más: «Después de leer el final más triste de una historia, no importa ahora qué historia, pero cuyo final era el más triste, salió precipitadamente a la calle...». De este modo, y también en sus diversos recursos formales, Alberto Tugues rechaza la historia -el soporte argumental de la misma- pero no la oralidad para narrar lo que acontece en esa dimensión desde la cual el absurdo del mundo se hace patente. Como el Mersault de Camus o los personajes de Beckett, los personajes de Tugues son seres extraños, excrescencias de la rutina y la alienación; seres tocados por un halo del misterio que ellos ignoran para no sentirse al margen de cualquier realidad, aunque eso suponga la más radical de las soledades [«Vivía solo. Con un pájaro amarillo. Comía, dormía solo, y no quería ver a nadie. Tampoco nadie le quería.» se lee en el arranque de Una vida breve] hasta que la incapacidad para comunicarse o comprender el entorno se les hace insoportable. Es así como algunos empiezan por despedirse una y otra vez, una y otra vez, se avergüenzan con antelación por la tristeza y el desorden del día de su muerte o viven más de un centenar de veces la misma historia, derramando su sangre en cada instante sin acabar de morirse nunca. Sin comprender ni ser comprendidos.

martes, 6 de mayo de 2008

Páginas del Cancionero, Ausiàs March


Durante mucho tiempo de mi vida de estudiante de literatura en Argentina tuve a Garcilaso de la Vega como el mayor de los poetas hispanos que inauguraron el Renacimiento siguiendo la estela de la tradición itálica de Dante y Petrarca. Sin embargo, ignoraba al verdadero artífice que había hecho posible un salto cualitativo tan importante en la historia de nuestra poesía lírica. Fue en ese momento que mi profesora de «literatura española» me hizo leer a Ausiàs March y todo se me hizo más claro y luminoso. March era el poeta que al modo de Dante utilizaba su propia lengua -el catalán en su caso- para romper no sólo con la hegemonía poética del occitano, sino para sentar las bases de una lírica dotada de una nueva musicalidad y de recursos expresivos más eficaces para conseguir un verso sin artificios ni ornamentos. Una poesía seca y despojada que alumbraba mi incipiente concepción de la escritura y mi preocupación por la economía y la síntesis.

El «descubrimiento» me llenó de un entusiasta deseo de leer a Ausiàs March en su ambiente y lengua originales. Cambié el obsesivo sueño de los poetas argentinos de visitar París, por el de pasar una temporada en Valencia, desde donde también me llamaba el fantasma de Joanot Martorell, cuya hermana, por cierto, fue la esposa de Ausiàs. Quiso la brutalidad militar, que en lugar de Valencia fuese a parar primero a París y después a Barcelona, pero no me olvidé de mi sueño. En 1978, Alfaguara publicó una edición bilingüe, con selección y traducción de Pere Gimferrer e introducción de Joaquim Molas que he mimado hasta que en 2004 Pre-textos dio a imprenta una edición bilingüe de Páginas del Cancionero a cargo de Constanzo Di Girolamo, autor asimismo de la introducción y de las notas, con la soberbia traducción al castellano del poeta José María Micó, quien bien sabe de mi devoción por Ausiàs March.