El poeta Juan Vico |
Con Still Life (Servei de Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona, 2011, Colección Gabriel Ferrater), Juan Vico logra un alto registro poético, con el cual se sitúa en un lugar prominente entre los jóvenes poetas españoles. Esta percepción se asienta en una poética intensa, estética y conceptualmente, que se proyecta con la madurez que exige el conocimiento de la condición humana.
El hecho de que Still Life haya obtenido el XXVIII Premi de Poesía «Divendres culturals 2011» ha servido para verlo publicado y que lo haya sido con una sobria y elegante edición. Pero más allá de este detalle, cuenta que el contenido revele la seriedad de la propuesta poética de Juan Vico, que parece denotar, junto a otros jóvenes de su generación, un posicionamiento estético que enlaza, a través de las lecturas de grandes poetas europeos y latinoamericanos, con una tradición española que ha permanecido más o menos sofocada por el peso del realismo desde el siglo XVIII en adelante. Una tradición que tiene como referencias las miradas místicas de Juan de la Cruz y Teresa de Ávila y la noción de «concepto» sobre el que giraron las obras de Góngora y Quevedo. Después, apenas algunas voces, como las de Miguel de Molinos, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez antes de que la Generación del 27 abanderara el renacimiento de una poesía que calaba más allá de la realidad evidente y proponía un orden metafórico ajeno al mecanicismo realista, pero que fue abortada en la Península por la Guerra Civil y la imposición del realismo como expresión rígida del poder hegemónico. Después, apenas si se dejaron oír [o les dejaron] algunos poetas, entre ellos José Ángel Valente y, ya más cercano, Antonio Gamoneda. Es precisamente en esta línea que se sitúan algunos jóvenes poetas españoles, entre los cuales Juan Vico destaca con sencilla naturalidad.
En el conjunto de poemas de Still Life, JV mantiene un serio y denso diálogo con los mitos, especialmente el órfico que moderniza para reivindicar la alianza terrena entre el lenguaje y la música y proclamar su necesaria renovación a través de la oralidad y el discurso racional, y con los maestros, cualesquiera sean sus disciplinas -plásticas, poéticas, cinematográficas- para acercar al lector al pálpito de una vida que, a pesar de la aparente quietud, late a este lado del abismo. Me miro en ese espejo mientras trato / de copiar los despojos de mi tiempo, / de salvar un recuerdo, una mirada, / la luz de un cielo más, de un cielo menos, escribe el poeta estos versos que por sí mismos constituyen un manifiesto poético y a la vez la radiografía de una realidad cuya degradación alcanza al espíritu mismo del tiempo. Un tiempo quieto, donde hasta los árboles se aburren y donde la escritura ni siquiera puede resistir a veces sin fragmentarse, sin desintegrarse en versos que articulan un poema astillado, como el bello Paul Klee en Túnez. Un tiempo, «un punto cero», inundado por la angustia del silencio y de la ausencia de la voz propia y de lo que se intuye tras la oscuridad que reflejan los espejos. Esos agentes que aquietan la vida.