sábado, 14 de enero de 2012

LA MONTAÑA EFÍMERA, Joan de la Vega

Joan de la Vega en La montaña efímera















La montaña efímera (Paralelo Sur Ediciones, 2011), de Joan de la Vega es un libro que contribuye a la idea de que algo, y muy importante, está cambiando en el actual paisaje poético español. La madurez del discurso y el trato respetuoso con el lenguaje caracterizan una forma de hacer poesía que se aleja de una concepción poética en la que experiencia vital se vincula a lo más epidérmico y descriptivo de la realidad cotidiana que a la realidad del ser en el mundo.

En su excelente prólogo, Mario Martín Gijón afirma que en la poesía que se escribe actualmente en España «se advierte una renovación de la reflexión crítica sobre el lenguaje y la preocupación existencial.» Así es sin duda a pesar del farfullo y la [falsa] idea - potenciada por patrones ideológicos y camarillas relacionadas con el poder, y por las nuevas tecnologías de la comunicación- de que escribir, y escribir poesía, está al alcance de todo el mundo. La creación artística no sólo requiere de un cierto dominio técnico, sino también de un talento y, en el caso de los poetas, de una especial sensibilidad con el objeto poético y con el lenguaje que lo expresa. Joan de la Vega tiene técnica y sensibilidad y el propósito de construir un universo poético donde el yo del poeta se difumina fundiéndose, en este caso, en la naturaleza.
Aunque el tratamiento formal sea distinto en las dos partes -La última cima y Lugar del amor- que componen La montaña efímera en ambas prevalece el deseo de Joan de la Vega de descubrir con precisión el arduo camino de ascensión a ese lugar innominado de plenitud donde el alma traspasa los límites del logos y se reencuentra con su yo anterior. Valente, Gamoneda y antes que ellos Juan Ramón Jiménez están en la cultura poética de Joan de la Vega y eso significa que ha adherido a una corriente poética que las contingencias históricas habían marginado en el ámbito español, no así en el hispanoamericano. 
No es casualidad que Joan de la Vega escriba un libro como éste después de su experiencia americana. Las grandes culturas precolombinas dejaron una potente poesía metafísica producida por enormes poetas, como el tlatoani Nezahualcóyotl, con la que De la Vega parece comulgar, acaso intuitivamente, mientras observa la tersura infranqueable del bosque y al fondo del corredor flota una cima inmóvil. Entre la infranqueabilidad del bosque y la cima inmóvil el alma del poeta lleva a cuestas su memoria, un tiempo que se pierde y que se resiste al olvido sujetándose a un rítmico y repetitivo aún creo sabiendo que su viaje lo lleva a un lugar sin nombre, un lugar donde la palabra ya no se justifica. 
Dice Gijón que Joan de la Vega desconfía del lenguaje. Tal vez, pero también ama la palabra y la venera en cada verso porque es consciente, como poeta, que es su guardián y que depende de ese amor su conexión con el mundo. Esto es lo que vendría a justificar en la primera parte su empeño en ceñir la prosa al pulso poético con la convicción de que será este pulso el que le revelará el latido orgánico de la vida cuando se aproxime a ese valle sin nombre: La luz, en sus tardes, descompone restos de vértebras roídos por los sedimentos y la hiedra que aflora entre los canchales. Huesos y neveros insepultos, sin oído y sin nombre, a pleno sol, como instrumentos en descomposición.
Llegado a un punto de la ascensión, donde la prosa del mundo no puede ir más allá de la cima, metaforizada en el Lugar del amor, surge el verso delgado como una cuerda para que el poeta, como un agrimensor, pueda dar cuenta de una inefable guía topopoética mientras desposee los nombres del valle. Es en este momento cuando el poeta siente que debe dejar libre su verdadero y profundo yo para que se entregue a lo innominado (En blanco / anoto / la fecha / que recuerde / al verde / sentirse azul. / Donde / el otro / que me habita / suceda / ya / sin más / razón.) Y lo que antes era palabra ahora es ladrido (Oh, este ladrido / que reclama / nuestra atención / es más joven / que yo). Ladrido, después mero sonido gutural y al fin ese quejido maternal que guarda la conciencia de la palabra más allá del logos y hasta el instante anterior al de su conversión en Un secreto / inmóvil teniendo la extraña sensación [de] saber /  que algún día / serás sólo / entre sus grietas / pura canción / de amor / petrificada.