Meridiano de sangre (Random House, 2010, 4ª ed. Debolsillo, trad. Luis Murillo Fort), de Cormac McCarthy es una de las mayores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX. Una obra que desdice con autoridad la vigencia del canon de las formas decimonónicas, tan caras al mercantilismo neoliberal, y al mismo tiempo expone sin eufemismos la encarnadura del mal en el alma de los hombres.
Un hecho histórico -la contratación, en 1849, por el gobernador mexicano de Chihuahua de la banda mercenaria del capitán Glanton para exterminar apaches-, es el punto de partida de un descenso al corazón de las tinieblas, donde habitan personajes como el capitán Galton y, sobre todo, el juez Holden -trasuntos del Kurtz-, cuyas vidas son pálpitos puros del mal.
A diferencia de Joseph Conrad, Cormac McCarthy no se vale de un marinero como Marlowe, cuya educación moral lo salva de la seducción del horror, para penetrar en su tenebroso territorio, sino de un adolescente, «el chaval» -el único personaje sin nombre-, que carece de esa educación y que no conoce otra forma de sobrevivir que la violencia. Son los ojos de este muchacho los que descubren al lector el áspero paisaje por donde cabalgan, como jinetes del apocalipsis, esas almas corrompidas por el espíritu de la guerra. «La guerra es Dios», dice, como justificación de la amoralidad que fundamenta sus vidas, el juez Holden al muchacho, el único que, a pesar de todo, ofrece alguna resistencia a dejarse fagocitar por la naturalidad del mal, que prevalece en el mundo y en la conducta humana. McCarthy parece decirnos con su planteamiento que es en el seno del mal donde se libra la verdadera lucha de la supervivencia humana.
Cormac McCarthy |
Tras la lectura anterior de La carretera, la relación con Meridiano de sangre surge espontáneamente y no puede evitarse pensar que aquélla es la sustanciación conceptual de ésta, donde el universo de McCarthy aparece desollado, exhibiendo el pálpito y las tensiones de su tejido muscular antes de que el absurdo estalle y su onda expansiva arrase el mundo. En este punto, también son, o pueden ser, objeto de comparación los finales de ambas novelas. Si bien el de La carretera no parece estar a la altura de su desarrollo, el de Meridiano de sangre es un portento literario, en el que se hace patente el magisterio del autor y su compromiso con el relato. En este final, se pone de manifiesto la inteligencia del autor, para dar una proyección mítica y perdurable al relato y al mismo tiempo poner al lector desnudo ante la naturaleza de las dos portentosas fuerzas cuya confrontación sostiene la narración. Quizás por la crudeza poética del final fue que McCarthy añadió un epílogo donde se ve un hombre que camina por la llanura haciendo agujeros en la piedra, de la que el acero de la herramienta saca chispas. A cierta distancia siguen al hombre «los nómadas en busca de huesos y los que no buscan nada y avanzan a sacudidas [...] y en su avance cruzan uno tras otro ese rastro de agujeros que va hasta el límite mismo del terrino visible y que parece menos la búsqueda de una permanencia que la verificación de un principio, una confirmación de la secuencia y la causalidad como si cada perfecto agujero redondo debiera su existencia al que le precede...». Imposible no interpretar esta obra maestra como una soberbia parábola de la sinrazón que corrompe el alma humana y que se perpetúa a través de las guerras, del genocidio, de la barbarie, individual y colectiva sobre la que se ha construido nuestra civilización.