domingo, 6 de julio de 2008

REMEDIO PARA MELANCÓLICOS, Ray Bradbury

Hace algunos meses, revisando mis primeros cuentos para una edición completa de los mismos, encontré en uno de ellos una alusión a Ray Bradbury. En el cuento -El gran peón- aparece un viejo sentado en una estación que se pasa el tiempo fumando su pipa y mirando pasar los trenes esperando a un desconocido: «¿El mismo viejo de un cuento de Bradbury? Viejo inspirador de ficciones. Viejo ficción», reza mi homenaje al maestro. Entonces me asaltó la curiosidad ¿por qué había hecho tan explícita esta inspiración? Esta simple pregunta me llenó de inquietud. No podía volver al mismo libro, pues era de mi desaparecida biblioteca argentina, y tampoco sabía en qué libro estaba ese cuento.
Releí con ansiedad Crónicas marcianas y El hombre ilustrado, pero no estaba en ellos. Me obsesionaba saber el origen de la chispa que, estaba seguro, había motivado el cuento. Al fin releí Remedio para melancólicos (Minotauro, 1992,2003) y me reencontré con varios cuentos bellísimos, como, aparte del que da título al libro, En una estación de buen tiempo, El dragón, El maravilloso traje de helado de crema...y al cabo con El pueblo donde no baja nadie. Aquí estaba el viejo.
Sin embargo, yo sabía, que no era este «viejo ficción» aunque así lo hubiera escrito, la verdadera razón de mi cuento. Tampoco eran el río ni el tren. Si acaso la oscura presencia de la muerte como una amenaza. Unos días después lo supe: «Yo quería regresar, pero el viejo siguió hablando y caminamos juntos en la oscuridad cada vez más inmensa, las olas de campo y de pradera, más allá del pueblo», dice el extraño que ha descendido en Rampart Junction. Sentí que este «más allá del pueblo» me había percutido entonces como una premonición en medio de «olas de campo y de pradera», a los cuales imaginé como una sabana amarilla barrida por una brisa igualmente amarilla.
Ahora, después de esta experiencia comprendo la emoción y la frustación del protagonista de Una estación de buen tiempo, cuando intenta contar a su mujer que, en la playa, ha visto a Picasso dibujar en la arena: «-Escucha. /Alice escuchó. /-No oigo nada, dijo./-¿No oyes nada? / -No ¿Qué es? /-Sólo la marea- dijo George Smith al cabo de un rato, sentado a la mesa, con los ojos tadavía cerrados-.Sólo la marea que sube.»