Tras la Primera Guerra Mundial y bajo el influjo de su tradición filosófica, surgió en Alemania la llamada bildungsroman o «novela iniciática», cuya médula narrativa es un recorrido espiritual hacia el conocimiento del mundo. Con el precedente de Las tribulaciones del joven Törless (1906), del austríaco Robert Musil, Thomas Mann, La montaña mágica (1924), y Herman Hesse, Demian (1919), encabezaron este movimiento innovador que caló en el espíritu de las jóvenes generaciones desde entonces. El mismo Hesse, en 1922 dio a conocer Siddharta (Bruguera, 1978, trad. Mª Monserrat Martí Brugueras), una novela que narra el recorrido espiritual de un joven, hijo de un brahman, en busca del conocimiento. El hastío frente a un mundo convulsionado por la violencia y el absurdo ya no es síntoma de un grupo minúsculo sino un sentimiento cada vez más generalizado en la sociedad occidental. Ante esto, Hesse mira a Oriente y ve en las enseñanzas de Buda un punto luminoso que ayudará, en la medida que cada individuo sea capaz de meditar y renunciar a todo aquello que lo ata al mundo, a encontrarse a sí mismo en comunión con el universo. Cuando asistimos no sin escándalo a la banalización de todos los sentimientos humanos, la degradación de los valores morales y a su conversión en un burdo espectáculo público; cuando asistimos que los gobiernos y las grandes religiones protagonizan una soberbia ceremonia de la confusión, la lectura de este libro constituye un bálsamo y, acaso para muchos, un alegato en favor de la esperanza en el ser humano. «Creía [Siddharta] que comprender las causas era precisamente pensar, y que sólo a través de la razón los sentimientos pueden convertirse en sabiduría, es decir, que no se pierden, sino que se transforman en sustancias y empiezan a irradiar su contenido». Es decir, el pensamiento, la meditación y la comprensión del mundo son los instrumentos para atisbar la sabiduría y la paz espiritual.