En 1922, el mismo año en que James Joyce publicaba su Ulises, Thomas Stearns Eliot daba a conocer su poema La tierra baldía (Cátedra, 3ª edic. 2009, edición bilingüe de Viorica Patea, trad. de José Luis Palomares), con el que se inauguraba en el mundo anglosajón el lenguaje poético de la modernidad.
La relectura de este poema que tanto me impresionó en mi adolescencia hasta el punto de ser uno de los pilares que forjaron mi propia voz me ha resultado gozosa. Especialmente gozosa porque ha sido confrontada con la lectura de Espacio, el poema fundacional de la modernidad hispano debido a la genialidad de Juan Ramón Jiménez, del cual ya escribiré en otra ocasión.
La tierra baldía sorprende al lector por una constante apelación al mito como memoria colectiva que atesora los valores fundamentales de la cultura y la civilización, en su caso europea, y al mismo tiempo lo desconcierta por una radical fragmentación del texto que busca plasmar, del mismo modo como lo hacía el cubismo en la pintura y la escultura, una realidad en disolución. Una realidad presa del caos, la violencia, el desorden y la corrupción irremediables. Sin embargo, en este erial, en esta tierra baldía que es el mundo, T.S.Eliot cree en la redención. Cree, como parecen significar los ritos cíclicos de la fertilidad, en la redención, en el renacer. Aunque abril sea el mes más cruel y en la hora violeta silben murciélagos con «cara de niño», en el alma persiste esa esperanza que propiciará el relámpago y, tras el trueno, que una ráfaga húmeda traiga la lluvia.
El carácter abarcador, no totalizador, de la realidad del mundo, que Eliot le da al poema con su atomización formal, los quiebres temporales y las mutaciones de los personajes hace que éste, acaso como reflejo de la figura de Tiresias, el adivino ciego de Tebas que llegó a saber que el placer más intenso del ser humano es el femenino porque fue mujer, se convierta en la metáfora de la unidad existencial.