miércoles, 29 de septiembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA SIN VIDA, Félix de Azúa

Pocas veces un libro de memorias se propone como un ejercicio de disolución del yo y menos a través de la experiencia y el conocimiento del arte y la cultura de ese yo como en Autobiografía sin vida (Mondadori, 2010), de Félix de Azúa.

Ante tanto radicalismo identitario y egocéntrico, ante tanto provincianismo nacionalista que vicia las relaciones sociales en Europa y en particular en la infantil España de las autonomías, Félix de Azúa reivindica el valor trascendente del arte minúsculo en la vida del ser humano como reflejo del rostro común. Desde el título, el autor manifiesta su propósito de narrar desde lo particular aquello que proyecta al individuo en la comunidad. De aquí que la vida de que carece su autobiografía sea la rutinaria y anecdótica que hace del yo -individual, familiar, nacional- un centro falaz del mundo, del «cosmos», dice él. 
Un hombre, escribió Jorge Luis Borges, es todos los hombres. Félix de Azúa parece comulgar con esta idea y propone caminar al encuentro de los otros que somos a través de la inteligencia y el gozo que reflejan las representaciones del arte desde sus primeros balbuceos (los caballos de la cueva de Chauvet) hasta los años ochenta, fecha que fija en Documenta 5, muestra tras la cual en las artes prevalecen «la trivialidad, las repeticiones, plagios...». 
«No es éste un libro que cuente mi vida sino la de muchos que, como yo, han tenido similares sensaciones, experiencias, emociones, decepciones y aprendizajes», dice Azúa. Este es el principio del que parte para entrar, como decía Baudelaire en «los bosques de símbolos que le observan con ojos familiares» y desentrañar de algún modo el enigma de la existencia humana. La «galaxia de símbolos» en la que se hallan desde el crucifijo hasta Flash Gordon. 
«Las artes [...] parecen más bien un desesperado intento por imponer un sentido a nuestra vida, tan efímera como insensata», pues al fin y al cabo, «al morir dejamos un rastro de palabras que no es necesario haber escrito». Pero antes de esa muerte individual, Azúa advierte del «terror a lo privado» y de la conversión de los seres vivientes en signos: «El último demonio lo llevamos dentro y en cuanto lo reconozcamos y le demos representación seremos libres de actuar como auténticos demonios, es decir, sin remordimiento». Y lo haremos a través del Estado, que será el encargado de administrar las matanzas, gestionar el horror.