Pascal Quignard indaga en El lector (cuatro.ediciones, 2008, trad. Julián Mateo Ballorca) sobre la condición y la naturaleza del lector y de la lectura. El escritor francés, uno de los más importantes y a la vez uno de los más desconocidos para el gran público, de la literatura europea actual, dinamita con su estilo fragmentario la tiranía del argumento comprometiendo al lector en la construcción de un texto tan denso como atractivo.
El lector, si bien puede leerse como una unidad autónoma, es un libro que multiplica su sentido y su alcance en su relación con la totalidad de lo escrito por Quignard y, en particular con su Retórica especulativa (El cuenco de plata, 2006), porque siguiendo el consejo de Joseph Jouvert, no escribe un libro sino una obra. En este sentido, son de gran ayuda el prólogo y las notas de Julián Mateo Ballorca, su excelente traductor.
El libro, ese «mundo en falta», como dice su misterioso narrador,es acaso el mismo lector que narra la historia de un lector que desaparece, que se esfuma, para captarse «sentado fuera del tiempo». Es así como empieza una secuencia fragmentada de incidencias, reflexiones y especulaciones que implican al lector y a su yo en la tarea de narrar a través de una voz que es reminiscencia de ese yo anterior ligado a la «pura audición», como apunta M. Jalón, su editor, que «está en la base de la lectura silenciosa».
El lector que se entrega con pasión a la lectura es un yo que desaparece «devorado por los libros» zozobrando «en la totalidad de una lengua» para convertirse en el hacedor, el héroe, el protagonista de un mundo desconocido. Una experiencia excitante, pero también peligrosa y también decepcionante cuando se enfrenta a los «artificios de un mundo que no es el mundo». Una decepción, añade el narrador, «ante juegos de una lengua en los cuales la lengua no se consume por entero» y que se agrava con la muerte solitaria. La muerte, el silencio, donde el yo se descubre impotente para significar, porque el «silencio nada significa. Nada en silencio responde por el silencio». Pero si el silencio de la lectura «zumba en sus oídos, late en sus sienes, acelera el movimiento de su corazón es que hace sonar el eco con el grito del abandono. Si el lector está mudo, es por ese grito apagado, que fomenta la angustia, que reaviva el dolor de Dios».
Finalmente el lector aparece como un fantasma, como una huella de vapor. Una creación del escritor, quien es a su vez todas las lecturas, que fracasa en su intento de alcanzar ese mundo al que lleva la lectura y que se aleja «en el momento de leerlo». La lectura es ese estado, viene a decir Pascal Quignard, «donde la biografía del lector perece, pasa a la neutralidad y a la muchedumbre de "otro" que no es del mundo. Donde la ficción del mundo se desdobla en la ficción de su vida» y la existencia se concentra en «un pequeño volumen rectangular de papeles cosidos, cerrados, y se mide por la tristeza que asalta al lector una vez que el libro ha sido leído».