Los trenes salvajes (Libros del Innombrable, 2011, 2ª edición), de Raúl Herrero es un libro que se vale de la lectura como una vía para entrar en la conciencia del lector con la misma e irresistible fuerza de un tren en marcha. Sus poemas no se atienen a la mesura y cada verso hace crujir las traviesas que aguantan el pensamiento unidireccional del lector-consumidor.
Esta segunda edición «revisada y aumentada por el autor», con textos a modo de prólogo de Antonio Fernández Molina, un apéndice con sendas reseñas de José María Montells y Enrique Villagrasa, y dibujos de Isabel Fernández Echeverría, es la versión de una metáfora exuberante que Raúl Herrero atina a organizar en vagones que transportan una particular carga explosiva.
Después de una invocación a la Musa, que repetirá al final, como el oficiante de un ritual pánico, el poeta se mide con Li-Po y brinda con el ermitaño Ju Si justo antes de iniciar el descenso de esa montaña al pie de la cual pululan los perros y sus vicios. Ese «orbe proterbo» donde el teatro de los hombres plásticos / visita ciudades donde se engulle el olvido y donde la neblina / me niega la forma original de la sustancia. Sin olvido y sin sustancia la realidad que se construye en ese «orbe proterbo» apenas puede sujetarse a hilachas del pasado sin fuerzas siquiera para vislumbrar el horizonte.[cuando el fuego apenas quemaba porque el pasado aún respiraba / y el presente no se construía según la observancia del futuro].
El lenguaje y la imaginería de Raúl Herrero son las vías por las que discurre ese viaje alucinante que ha arrancado en la cumbre de Zhong Nan y que lleva, arrastra, al lector al corazón del absurdo que domina el mundo haciéndole ver a través de las ventanillas los rostros de los mitos industriales -Frank Sinatra, Ivonne de Carlo, Lily Monster, Christina Ricci, Charlot, Thelonious Monk, Paul McCartney- y escenas de películas turbadoras hasta entrar en el oscuro territorio de los monstruos cotidianos que devoran los arquetipos de su especie -Jack the ripper, Nosferatu.
Es precisamente en la estación del vampiro, donde el libro alcanza su punto álgido y la poesía de Raúl Herrero es capaz de traducir en estado puro la latencia del misterio y de la desolación existencial.[En la mansión revolotea humo / que, una vez en el firmamento, / se convierte en otra ave. / Nosferatu, que es cabalista, / yergue la mirada para fulminar / al pájaro con su cautivo reflejo]. Nosferatu, esa «forma de ninguna forma» es un Narciso sin rostro, una víctima del tiempo de la que apenas le sobrevive su «espectro cambiante» que vaga por las galerías de su castillo «como una incorpórea serpiente interminable» [Con ojos invisibles descubro / que mi cabeza, arrastrada por el río, / se dirige al mar].
Es precisamente en la estación del vampiro, donde el libro alcanza su punto álgido y la poesía de Raúl Herrero es capaz de traducir en estado puro la latencia del misterio y de la desolación existencial.[En la mansión revolotea humo / que, una vez en el firmamento, / se convierte en otra ave. / Nosferatu, que es cabalista, / yergue la mirada para fulminar / al pájaro con su cautivo reflejo]. Nosferatu, esa «forma de ninguna forma» es un Narciso sin rostro, una víctima del tiempo de la que apenas le sobrevive su «espectro cambiante» que vaga por las galerías de su castillo «como una incorpórea serpiente interminable» [Con ojos invisibles descubro / que mi cabeza, arrastrada por el río, / se dirige al mar].
Pero la salvaje poesía de Herrero no se detiene allí y alcanza los límites de esa realidad donde los objetos reivindican su autonomía y el poeta se confiesa cosificado, pero aún pensante: Vivo en mi estantería, / sentado sobre varios libros. /Camino sobre ellos como un pato / mas no me importa, / porque recuerdo cómo leer. En ese espacio/tiempo externo a la razón es certeza la emancipación de las maletas de sus pasajeros, el avance de la milicia de caracoles y el trabajador vegetal cuya masa cerebral licuificada se mezcla con la saliva hasta que los viajeros, acaso sólo sus maletas, del tren salvaje llegan a la última estación para encontrarse con la «derrota ya pasada». Esa derrota que guarda la paradoja del goce del sufrimiento y de un tiempo en el que ni el pasado, ni la muerte tendrán lugar, / ni siquiera la esperanza volverá.
Con ironía, humor -blanco y negro- y una rica imaginería, Raúl Herrero consigue que Los trenes salvajes dejen temblando el realismo y a los realistas y que la realidad de la poesía quede expuesta a los mil registros de la imaginación.