Elliot Murphy en el prólogo a este libro (Berenice, Madrid, 2021) afirma que “tan sólo podemos escribir sobre aquello que conocemos o, al menos, acerca de lo que nos gustaría saber y, aun así, nada podría estar más alejado de la verdad que la auténtica ficción […] Todas suntuosas mentiras ataviadas de lujuriosa verdad. Lo que llaman literatura”. Y esta parece ser la premisa desde la que Peter Redwhite -seudónimo del joven escritor español Pablo Sánchez García- emprende su búsqueda y exploración de sí mismo. No está sólo en ese largo viaje en tren. Otros pasajeros lo acompañan, todos anónimos, aunque desde su observatorio particular les atribuye una biografía a partir de las apariencias que le brindan sus vestuarios y sus gestos.
Pensamiento y memoria son las monedas de cambio de ese
recorrido autista en el que el paisaje que se desliza a través de las
ventanillas lo constituyen sus recuerdos y las vidas que atribuye a los otros,
como en una vieja película, y connoto
el adjetivo porque el paisaje pasa como en el cine antiguo, es decir, mediante
la proyección de una película del exterior, mientras los protagonistas viajan
en un tren, en un automóvil o en una diligencia, como la que evoca de John
Ford, con la banda sonora de Leonard
Cohen, Neil Young y, sobre todo, Bruce Springsteen, que le llega a través de
los auriculares. En otras palabras, un complejo artificio narrativo para que el
viaje sea un “deslizamiento” de los recuerdos y los deseos. Una suerte de
pasaje introspectivo que sitúa el presente del protagonista entre dos estaciones
que acaso equivaldría a decir, como quería Kazantzakis, entre dos abismos.
Peter Redwhite narra aquí el viaje de un pasajero
capaz de percibir que la realidad evidente, con su materialidad explícita,
oculta las múltiples dimensiones del universo existencial del que el ser humano
es parte y que nada puede hacer para evitar su mecánica, salvo vivir, Quizás
sea este el precio a pagar mientras el tiempo continúa su fluir. “No sé si los
discos de Bruce Springsteen continuarán viviendo como los relojes de los soldados
muertos […]”, escribe Redwhite y la frase, colgada de la música, nos pone ante la
perennidad de lo humano y sus creaciones en conflicto con el implacable
discurrir del tiempo.
Con una prosa por momentos brillante, Peter Redwhite
parece querer asirse a los mimbres de la literatura que, a finales del siglo
XIX y principios del XX, apuntó hacia la modernidad, pero que acabó casi
ahogada en el fragor de la industria y sus “suntuosas mentiras” sin huellas de
alguna verdad para que nadie se entere del precio que paga por su
unidimensionalidad, según conceptúa Herbert Marcuse.